Peter Brabeck-Letmathe
Mientras los precios de los alimentos se disparaban en los dos últimos años, varios países y empresas estatales se dedicaron a adquirir discretamente tierras en todo el mundo. Pocos se dieron cuenta de que Corea del Sur empezó a invertir en granjas en Madagascar, o de que China, Japón, Libia, Egipto y varios países del Golfo Pérsico adquirieron zonas de cultivo en Laos, Camboya, Birmania, Mozambique, Uganda, Etiopía, Brasil, Pakistán, Asia Central y Rusia. El total de tierras compradas desde principios de 2007 equivale al menos al doble de las dedicadas al cultivo de cereales en Alemania.
El objeto de las compras no eran las tierras, sino el agua vinculada a las mismas que, en la mayoría de los países, es un elemento gratis. Calculando sobre la base de una cosecha por año, el terreno comprado representa entre 55 y 65 kilómetros cúbicos de agua dulce. Y como el líquido no tiene precio, los inversores pueden quedarse con él casi por nada. No está sacado de una película de James Bond, pero la carrera para apropiarse de este bien escaso resulta inquietante. Sugiere que quizá no esté muy lejos otra crisis alimentaria.
Lee el artículo completo, en Foreign Policy