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Los ríos no saben su nombre

Sobre el blog

Lorenzo Correa
Webmaster en futurodelagua.com Practitioner PNL. Master en Coaching con PNL. Executive & Life Coach.
  • Los ríos no saben su nombre (Lorenzo Correa)

Con una inmisericorde periodicidad, se suceden los episodios de grandes tormentas que provocan importantes precipitaciones sobre pequeñas cuencas en un reducido período de tiempo, teniendo como consecuencia terribles crecidas que arrasan tierras y bienes y siegan vidas humanas. En las grandes cuencas, las pérdidas materiales ocasionadas por períodos prolongados de precipitación en época de deshielo, como ahora ocurre en nuestras principales demarcaciones hidrográficas, son también elevadas, aunque la regulación mitiga bastante el riesgo extremo, aunque los comunicadores de las administraciones hidráulicas no incidan más en este hecho, en la importancia de la laminación, para generar la confianza que en ellas se necesita. Tan fácil y tan difícil…

Estos episodios obligan, tanto a la iniciativa privada como a la Administración, a destinar enormes presupuestos destinados a reconstruir los bienes afectados, y destrozan familias, generando secuelas a menudo irreversibles.

Las últimas crecidas del Ebro, de los ríos andaluces, extremeños, cantábricos, y castellanos, han desatado una vez más el debate de este fenómeno, como siempre señalando culpables, como siempre bordeando el fondo de la cuestión, como siempre sin delimitar responsabilidades de todos los actores implicados, que son más de los que parece. El diseño de todo tipo de medidas correctoras de estos impactos, para conseguir una eficaz protección y defensa contra las avenidas, desde embalses de laminación hasta muros, motas o escolleras de encauzamiento está lo suficientemente desarrollado en algunas cuencas como para que podamos saber qué es lo que hay que hacer y cuanto cuesta hacerlo. Quiénes y por qué deben pagarlo es algo que no entra en el debate: quien aumenta el riesgo, debe también ocuparse de pagar para minimizarlo, quien se beneficia de la ocupación de un terreno inundable, debe sufragar los gastos de protección, que incluyen también la reserva de terrenos no ocupados para la inundación inocua, es decir las medidas de gestión no estructurales. Y de eso no suele debatirse en los medios de comunicación, que recogen las amargas quejas de los afectados sin señalar su responsabilidad, si la tienen, ni el riesgo inherente asociado a trabajar en zonas inundadas y/o inundables.

Filosóficamente, tanto la sequía como la inundación, son efectos sobre personas o cosas provocados por causas naturales

La ocupación por el ser humano de las riberas de los ríos, desde el inicio de los tiempos, para aprovechar la riqueza que generaba inmediatamente el cultivo de terrenos fértiles, la existencia de agua, y la facilidad de las comunicaciones, ha ido aumentando progresivamente hasta provocar, en la actualidad severas afecciones también a los ecosistemas, hasta tal punto, que han comenzado a encenderse las primeras luces de alarma, que obligan a replantearse la situación, enfocando el problema desde todos los puntos de vista posibles, y no únicamente desde el que define las medidas estructurales a adoptar para evitar o minimizar los efectos negativos de la inundación. Este nuevo enfoque exige, a mi entender, el auxilio de Disciplinas como la Filosofía, la Antropología y la Sociología. De la Filosofía, porque es la Ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales. De la Antropología, porque trata del comportamiento del hombre como miembro de una Sociedad y de la Sociología, que estudia las condiciones de existencia y desenvolvimiento de las sociedades humanas.

Filosóficamente, tanto la sequía como la inundación, son efectos sobre personas o cosas provocados por causas naturales.

Antropológicamente, la especie humana ha venido provocando una segregación, que aumenta con el paso del tiempo, entre lo sagrado y lo profano. Las colectividades sacralizadoras de su espacio vital, disponían de una importante armonía ecológica, relacionándose a la perfección con su entorno, de la que carecían aquellas colectividades que limitaban sus actividades a lo profano.

El deterioro ecológico provocado por la intervención humana, que en muchos casos ha roto esa relación profundamente armónica, evidencia un alto grado de descomposición en las formas de comportamiento de la comunidad que lo causa. Así pues, el comúnmente añorado Paraíso Terrenal, no era más que el escenario en el cual las relaciones del ser humano con la Naturaleza se desenvolvían de forma ideal, a causa del profundo respeto por lo sagrado.

Esta añoranza, que todos sentimos alguna vez, de retornar al Edén, se pone de manifiesto cuando se celebran ritos sacrificiales, propiciadores del perdón y del favor divinos, recreadores del rito primordial.

Sin embargo, nos encontramos con la curiosa paradoja de que, estando actualmente la Humanidad más alejada que nunca de la Naturaleza, hasta el punto que necesita promulgar leyes para su defensa, es cuando menos ritos de expiación se celebran. Es decir, la profanación de las relaciones ecológicas, debería suponer un incremento en el ritual que acompaña al culto, por lo que tendríamos que ser más “religiosos” que nuestros antepasados para implorar y obtener el perdón por los enormes trastornos ecológicos inducidos al provocar innumerables atentados contra la Naturaleza.

Se ha perdido el respeto a la Naturaleza por parte del ser humano, en casi todos los ámbitos y por supuesto en la interacción del hombre con el cauce y la cuenca fluvial

La mítica relación original del Hombre con la Divinidad, (la Naturaleza elevada a escala divina), estaba presente en el hombre antiguo, siendo para el hombre coetáneo una borrosa tradición que no alcanza la categoría de mito, derivándose de aquí la desacralización y por tanto la profanación, (conversión de lo sagrado en profano), de la Naturaleza.

La conclusión a este razonamiento antropológico, sería que se ha perdido el respeto a la Naturaleza por parte del ser humano, en casi todos los ámbitos y por supuesto en la interacción del hombre con el cauce y la cuenca fluvial, y las consecuencias por exceso son las afecciones provocadas por las inundaciones, y por defecto, las provocadas durante los períodos de sequía. ¿Se venga por ello la naturaleza?

En función del razonamiento antropológico anteriormente desarrollado, no creo que exista “venganza” por parte de la Naturaleza, en forma de sequía o inundación, sino más bien que la ocurrencia, más o menos aleatoria de estos episodios, debe inducir a la reflexión, obligando a recordar aspectos ancestrales olvidados y ensombrecidos por el avance de la técnica, demostrando que la visión únicamente profana tiene sus inconvenientes insalvables por mucho que la técnica avance, ya que este “avance” ignora el aspecto sacralizador antes citado, que, en este caso no es otro que la toma de conciencia del respeto que se debe recuperar por el cauce y su cuenca. Así pues la inundación o la sequía serían el toque de atención tendente a recordar la realidad y a desmitificar el concepto de que el escudo omnipresente de la ciencia supone una absoluta y eficaz protección sobre el cuerpo social ante cualquier evento desgraciado

Las tesis de Marcel Proust sobre la memoria y las sensaciones, que para él estaban unidas, sugieren que de las sensaciones, brota el recuerdo y con ello la parte más auténtica del ser humano, precisamente porque son inconscientes y porque hundidas en la conciencia perduran exentas de influencias exteriores. Los recuerdos son involuntarios, se forman por sí mismos y por ello son auténticos. Así, la sensación que produce un episodio de inundación o una persistente sequía en el ser humano, hace brotar espontáneamente el recuerdo de episodios similares, poniéndole ante una nítida visión del poder de las cosas naturales y de la indefensión ante su desencadenamiento. Entonces, el hombre es auténtico y toma la determinación de no olvidar jamás la lección aprendida… hasta que, pasado un tiempo sin sobresaltos, el olvido vuelve a adueñarse de todo, y comienza de nuevo el ciclo.

La inundación, la sequía, cualquier fenómeno natural imprevisible o difícil de prevenir, no son más que la sensación que provoca automáticamente el recuerdo y nos pone a todos en nuestro sitio. Son el recado o aviso que la Dea Mater, la Madre Naturaleza, nos envía para que no olvidemos nunca las obligaciones que, como madre, tenemos con ella.

Cuando en un pueblo cualquiera se realizan rogativas para que finalice un episodio de sequía, inconscientemente se está recuperando la ceremonia ritual simbólica por la que se impetraba el perdón materno. Actualmente, estas ceremonias son, a veces, objeto de sorna y comentarios irónicos respecto al atraso social de la comunidad responsable. En realidad, es la secuela que aún permanece de la época en que el respeto era máximo al no haber ninguna coartada “técnica“que animara a perderlo. No hay solución técnica que suponga, una vez adoptada una garantía total de caudales a un coste asequible y sin dañar el medio, eliminando definitivamente el fantasma de la sequía.

Tampoco hay solución técnica alguna que garantice el riesgo cero ante avenidas extraordinarias

Tampoco hay solución técnica alguna que garantice el riesgo cero ante avenidas extraordinarias, de difícil cuantificación a causa del continuo cambio en las costumbres, pues el “geometrismo enervante” aparece, sobre todo en sociedades afectadas de cierto deterioro ecológico, donde los edificios, cultivos, plantaciones forestales, etc, tienen tendencia a la linealidad, mientras que la naturaleza y el cauce siempre tienden hacia la curva y en los usos del suelo, que generan normalmente una impermeabilización en grandes superficies de cuenca, de los incendios forestales, que provocan un importante incremento del volumen de arrastres de materia vegetal y materiales sueltos en avenida y de la influencia que estos arrastres producen sobre las estructuras de comunicación que cruzan los cauces y sobre las obras de cobertura.

La recuperación del respeto al cauce, unida a la posibilidad actual de utilizar la técnica en beneficio de todos, parece ser una buena solución, actualmente viable y más difícilmente asumible si cada palo no aguanta su vela. Para ello, hemos de interiorizar, comprender y valorar las medidas a adoptar, lo que supone, allá donde todavía es posible, limitar las actuaciones que puedan incrementar los riesgos en caso de inundación, dejar franjas de terreno con anchura suficiente para permitir el paso de caudales de avenida sin afectar a vidas y bienes de gran valor económico o estratégico, produciendo el efecto de “descompresión natural del cauce”, ya que cuando esta descompresión es obligada por las causas naturales, sólo nos queda el recurso de la queja y la reclamación, que en muchos casos no podrá nunca recuperar el valor de lo perdido, sobre todo en el caso de que sean vidas humanas.

Para comenzar a dar los primeros pasos en este sentido, la sociedad, protagonista de la adopción de soluciones importantes en cualquier sistema democrático, debería adoptar, recuperando la idea original del “sacrificio ritual”, actitudes tendentes a la paulatina toma de conciencia de las personas y organismos que la representan, hasta llegar al convencimiento de que hay que tomar decisiones que, sin duda, desde la costumbre imperante, suponen un sacrificio, sobre todo económico, para algunos. Hay que pasar de ser víctimas a ser responsables.

Cuanto más espacio se le deje al cauce, menos superficie de terreno se podrá urbanizar

Estas medidas son, entre otras, que la modificación del perfil natural del terreno provocada por cualquier obra futura en zonas limítrofes con los cauces, (polígonos industriales, urbanizaciones, edificios de viviendas de primera o segunda residencia), tenga en cuenta la existencia de esos cauces y su elasticidad periódica, imposible de predecir con exactitud, incluyendo en su proyecto un estudio hidrológico e hidráulico, con un nivel de detalle e importancia, como mínimo similar a la imprescindible definición topográfica del terreno, necesaria para cubicar el movimiento de tierras, definir y situar las estructuras previstas. El correcto diseño del drenaje longitudinal de las aguas pluviales hasta su definitiva conexión con el cauce público, la definición de la sección de cobertura de estos cauces necesaria para la eficaz comunicación de viales, que siempre debe permitir el acceso a su interior para su limpieza. Tanto el trazado de la red de saneamiento como las obras de drenaje transversal, deben estar proyectadas con el máximo respeto al cauce, sobre todo si éste es torrencial y no dispone de estaciones de aforo que aporten datos fiables de caudales de avenida.

Es obvio que cuanto más espacio se le deje al cauce, menos superficie de terreno se podrá urbanizar, con lo que volvemos a la dicotomía sacralización-profanación, con la que he comenzado.

En zonas adyacentes a cauces fuertemente afectadas por la urbanización, sólo puede adoptarse una línea de actuación: Información ciudadana, para que los usos permitidos o recomendados en zonas inundables sean lo menos peligrosos posible. Delimitar y señalizar con claridad estas zonas, en los tramos en los que una gran avenida pueda ser peligrosa para las personas. Incentivar la contratación de seguros y, por parte de la Administración, redactar planes directores de avenida de las diferentes cuencas, en los que se determinen los tramos más peligrosos y se definan las correcciones estructurales y no estructurales a adoptar. En resumen, cuanto más información se tenga, y mejor señalizada esté la franja de riesgo, menos problemas habrá y si los hay serán de menor importancia.

Mientras no se adopten estas medidas, cada vez que una tormenta se concentre sobre una pequeña cuenca drenada por un cauce torrencial mediterráneo, densamente poblada, volveremos a leer los mismos titulares en los periódicos, a los que desgraciadamente nos vamos acostumbrando.

En cuanto a la eterna polémica de la suficiencia de caudales para cubrir con garantías los diferentes usos del agua, sobre todo los de boca, de cuya escasez siempre se culpabiliza a la pertinaz sequía, no queda más remedio que poner a la misma altura y dar la misma importancia en el debate a la adopción de medidas estructurales, como son la mayor regulación y los trasvases entre cuencas, a veces interestatales, y a la adopción de medidas drásticas tendentes a la reducción del consumo en todos los ámbitos donde esto sea posible, que son muchos, desde el ya conocido del riego agrícola hasta los nuevos usos lúdicos, entre los que destaca el consumo derivado del aumento de calidad de vida que ha supuesto la proliferación de las llamadas segundas residencias, en las que se usa el agua como si sus propietarios estuvieran en países mucho más húmedos, con recursos menos limitados que aquí. La población debe asumir que, o vivimos en consonancia con las aportaciones naturales de agua de que disponemos, o habrá que importarla o reutilizarla, con los inconvenientes ambientales y económicos que traen consigo estas soluciones, debiendo tomar una decisión al respecto, que debe ser política y consensuada previamente, con la certeza de que una vez tomada ya será muy difícil o imposible volver atrás.

¿Responden estas consecuencias, (escasez cuando debería abundar y abundancia cuando debería escasear) a una “venganza” de la Naturaleza, (al fin y al cabo, la Madre de todos), o a un permanente recordatorio, derivado de su “profanación”?