El incremento de la antropización a partir de la segunda mitad del siglo XX, definida por algunos autores como Antropoceno, queda constatado también en los cambios que introduce en los principales indicadores del funcionamiento de los ríos. La progresiva invasión del espacio fluvial, modelado por su propia dinámica, unido en muchos casos a la continua construcción de embalses en sus cuencas, ha ido alterando la configuración hidrogeomorfológica de gran parte de los cursos fluviales; generando, asimismo, una falsa percepción de seguridad por el supuesto control de caudales y un inevitable incremento de la vulnerabilidad para las poblaciones asentadas en las llanuras de inundación. A grandes rasgos, esta alteración se traduce en la fragmentación longitudinal del río con alteración en su comportamiento hidrológico natural (ordinario y extraordinario) y en el tránsito sedimentario; la desconexión vertical con su acuífero, o la desconexión transversal del cauce con su llanura de inundación, entre otros. Por tanto, que los ríos se encuentran “asfixiados” y que han perdido en muchos casos la funcionalidad natural de “río”, parece ser algo más que evidente; poniéndose de manifiesto la incompatibilidad entre la dinámica natural de estos espacios y la antropización del sistema.
Unido a ello, en los últimos decenios ha proliferado un sinfín de normativas, directrices y estrategias cuyo objetivo ha sido siempre mantener, conservar y proteger a los ríos de la intensa antropización a la que estaban siendo sometidos. Con la Directiva Marco de Agua (DMA, 2000/60/CE) por ejemplo, se pretendía armonizar la gestión del recurso con la protección y conservación tanto de las masas de agua como de sus ecosistemas asociados. Así, los indicadores hidrogemorfológicos debían de ser tenidos en cuenta para determinar el estado ecológico de los ríos, en la medida en la que estos procesos son la base fundamental del correcto funcionamiento de los cursos fluviales como ecosistemas. Sin embargo, a mi modo de ver, la plasmación de dicha Directiva no ha sido todo lo fiel a los principios que la regían. ¿Es viable conservar y proteger las masas de agua si no consideramos la calidad del propio río? Es decir, ¿sin incorporar indicadores hidrogeomorfológicos específicos que definan la calidad de los ríos? En algunos casos, estos indicadores se reducen a precisar el estado de la vegetación de ribera, sin que se analicen en ningún caso parámetros morfológicos de los que se derive la caracterización, alteración y/o calidad hidrogeomorfológica de los cauces y las riberas de manera correcta.
La Estrategia sobre Biodiversidad para 2030 de la Unión Europea puede ser una nueva oportunidad para decidir apostar por los ríos
Pero no es este el único ejemplo que nos clarifica desde qué perspectiva se aborda el cuidado de los ríos por parte de los organismos responsables de “su cuidado”. Siguen siendo innumerables las actuaciones que, bajo el paraguas de restauración, persiguen en realidad una mejora de la eficiencia hidráulica. Mediante el aumento de la sección de desagüe y la reducción de la rugosidad de los cauces se intenta minimizar el problema de inundaciones asociados a desembalses rápidos. Para ello, se modifica la morfología del cauce, se elimina la vegetación viva y el efecto regulador que tiene en el funcionamiento de los ríos, y se extrae la madera muerta, empobreciendo ecológicamente las riberas.
¿Por qué resulta tan complicado la implementación real de la legislación existente? Destacaré dos aspectos importantes: por un lado, me atrevería a decir que el principal escollo es la propia dinamicidad y complejidad del sistema. Entender que la respuesta de un río a las modificaciones que experimenta su entorno, queda registrado tanto a nivel de morfología de su cauce como de funcionamiento de su llanura aluvial, es clave para una gestión fluvial acorde y eficaz. Por otro lado, creo que el cambio de paradigma en la relación del hombre con el medio natural en general y con los ríos en particular, hace que la gestión de éstos se plantee, en muchos casos, sólo desde la perspectiva del recurso y no de manera integral.
En la actualidad, la Estrategia sobre Biodiversidad para 2030 de la Unión Europea puede ser una nueva oportunidad para decidir apostar por los ríos. En ella no sólo se exige mayores esfuerzos para restaurar las funciones naturales de los ríos; sino que además se pide a los estados miembros una mejor implementación de la legislación existente en materia de agua. El objetivo principal es hacer que al menos 25000 km de ríos vuelvan a fluir libremente para 2030, eliminando principalmente las barreras obsoletas y restaurando las llanuras aluviales y los humedales.
Ojalá esta nueva estrategia sirva definitivamente para abordar la difícil situación de desnaturalización en la que se encuentran muchos cursos fluviales. Para ello, las administraciones y los organismos competentes, la comunidad científica y la sociedad en general han de apostar por conservar y proteger la función natural de los ríos, o de lo contrario estaremos ante otra normativa más y habremos perdido otra gran oportunidad.