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Los Crímenes del Agua: Las Pescadoras de Perlas (Parte 1)

  • Crímenes Agua: Pescadoras Perlas (Parte 1)

El viento golpeaba con fuerza el rostro del profesor Ulises Flynn. Desde la posición donde se encontraba, la altura del acantilado parecía más alta. La caída era de unos 20 metros. Pero no tenía más opciones que la de saltar. O saltaba o le mataban. Su perseguidor le acechaba y en cualquier momento saldría de la espesura del bosque para llegar hasta el acantilado donde se encontraba. Había conseguido despistarle momentáneamente pero aquella situación no duraría mucho tiempo.

Que se dejase atrapar tampoco era una opción. El asesino a sueldo estaba armado y el profesor no. Ulises Flynn no era amigo de las armas de fuego. Por ello, se concentró en el salto, en su única vía de escape. Sabía que la entrada al agua debería de ser limpia y rápida.

¿La mejor posición?, tirarse de cabeza. ¿La clave para tener éxito?, mantener en tensión todos los músculos de su cuerpo, para no hacerse daño. Sabía que saltar al agua superando los 15 metros era cómo saltar a una losa de hormigón si la entrada al agua no era limpia. Apenas tenía unos segundos para decidirse y prepararse. Elegir mal tendría las mismas consecuencias que las que pretendía su perseguidor si le alcanzaba.

Se colocó en el límite de la roca del acantilado. Su mirada se clavó en las aguas revueltas del mar donde las olas formaban espumas blancas al golpear contra las piedras. Focalizó un punto de entrada que se percibía menos oscuro, libre de rocas. Encontró uno demasiado estrecho. Pero era el único posible. Tomó aire, levantó los brazos, flexionó las rodillas y se lanzó de cabeza al agua. En ese mismo instante, notó como una bala perdida que salía de la espesura del bosque rozó su pierna. Afortunadamente la tensión de sus músculos evitó que se desequilibrase. Sintió un leve dolor. Concluyó que sería sólo un rasguño. Mantuvo la postura mientras formaba una parábola en el aire para después comenzar a descender con rapidez desde el acantilado. Pocos segundos después, su cuerpo entró en el agua rompiendo con sus manos la superficie. Descendió como una flecha hacia la profundidad del océano.

Su perseguidor, ya posicionado en la cima del acantilado, se esforzó por localizar al profesor. Con su arma esperó a que saliese a la superficie. Pero los minutos pasaron y no encontró ni rastro del profesor Ulises Flynn. No pudo evitar pensar que se hubiese ahogado en medio de aquel mar embravecido. Su sentido común le decía que era imposible que alguien hubiese podido sobrevivir a aquel salto, con esa altura, donde solo emergían rocas negras que cortaban las ennegrecidas aguas del océano. Dio media vuelta y se marchó, satisfecho, seguro de haber cumplido con el encargo que le habían dado.

5 días antes.

El profesor estaba sentado frente a la mujer. Se había descalzado y, con las piernas cruzadas, miraba fijamente el rostro de Midori. La anciana, incólume en su exposición, se llevaba cada vez por tres la tacita de té a sus labios, dando sorbitos pequeños. Mientras lo hacía, no dejaba de hablar y hablar. Le mostraba al profesor su preocupación con nerviosismo. Para ello, abría todo lo que podía sus rasgados ojos. Las arrugas de su frente se contraían formando ondas sobre su piel. El escaso cabello blanco le caía sin fuerza detrás de las diminutas orejas.

Aquella mujer era una pescadora de perlas. Comenzó en su juventud, hacía décadas, cuando las buceadoras solo se cubrían la cintura y dejaban su torso desnudo. Cuando eran capaces de sumergirse hasta 20 metros en el mar y aguantar 1 minuto y medio en esa profundidad. Cuando valiéndose de una pequeña barra ondulada colocada sobre su cinturón de cuero, desprendían las ostras de las rocas del fondo. Cuando su única guía para llegar a la superficie, era la cuerda que unía su cinturón con la cesta de mimbre que flotaba en la superficie y donde depositaban las ostras extraídas.

Aquella menuda mujer era una institución en aquel pueblecito costero de pescadores de Japón. Se había adaptado a los tiempos. Ahora, las pescadoras de perlas del Japón iban cubiertas de tela blanca en todo su cuerpo, incluso en la cabeza. Así, todos las podían ver mientras trabajaban. Algunas se ponían aletas para descender más rápido. Otras preferían bucear con el método tradicional, cubriendo solo sus pies con unas fundas blancas para proteger las plantas de los rasguños de las rocas. Lo que no había cambiado eran sus pulmones. Su enorme capacidad para la apnea. Y Midori era quien enseñaba la técnica del buceo a todas ellas.

También con Midori, el profesor Ulises Flynn había aprendido a bucear, a controlar la respiración, a descender a lo profundo metros y metros aplicando una descomprensión natural al ascender. Ulises la veía como su segunda madre. Siempre agradecería a sus padres aquel año que pasaron en Japón, cuando su padre tuvo que trasladarse a petición de la empresa donde trabajaba. Lo que aprendió allí le marcaría para siempre.

Con ella, el profesor aprendió a ser uno sólo con el agua. Porque, como decía Midori, cuando uno se sumerge en el mar, su cuerpo sólido se convierte en líquido, hasta fusionarse con el océano. Ese era su concepto de la simbiosis con el mar. El océano nos daba su alimento y nosotros le dábamos nuestra alma. Ulises siempre respetó aquel milenario concepto japonés que esgrimían las pescadoras de perlas. Mujeres que se jugaban la vida para alimentar a los suyos. Devoción y espiritualidad en medio de la naturaleza acuosa.

Ahora, el profesor Flynn la escuchaba con atención, casi con veneración, como cuando alguien está delante de una leyenda. La anciana le relataba con preocupación cómo los métodos modernos de pesca para extraer las ostras estaban acabando con el crustáceo por la recogida masiva que se estaba produciendo. El fondo marino también estaba sufriendo con aquellos métodos de barrido o dragado y colocación de jaulas, que no eran capaces de filtrar nada a su paso. Además, las pecadoras locales estaban sufriendo presiones por parte de la industria pesquera moderna para que dejasen su método tradicional y se retirasen. Pero ellas no podían. Sus familias, asentadas en el pueblo costero por muchos años, dependían de su trabajo para sobrevivir. Y, aunque esta necesidad no existiese, el vínculo que habían formado con el mar era ya eterno y nada lo podía romper. La anciana lloró al pronunciar estas últimas palabras y escondió su inocente rostro sobre su pecho.

Ulises frunció el ceño. Aquella misión no iba a ser nada fácil. Aparte de confeccionar el informe para la Agencia medioambiental que le había contratado, en el que debía de constatar la sobreexplotación de aquellas aguas y el impacto en el medioambiente, tenía también que proteger a su querida amiga y al resto de pescadoras de perlas.

Cerró los ojos, sorbió un poco de té, degustó el sabor a hierbas y alzó una breve plegaria al cielo. Se concentró en escuchar los sollozos de su amiga. Entonces lo tuvo claro. Conseguiría su objetivo porque tenía el mejor aliado posible: el mar.

Aquello era solo el principio. Suspiró, se calzó las botas, y abandonó la estancia. El ambiente a salitre inundó su olfato. La leve brisa del mar le indicó el camino. Se dirigió con paso firme hacia su nuevo destino.

Continuará…