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Los Crímenes del Agua: Las Pescadoras de Perlas (Parte 5)

  • Crímenes Agua: Pescadoras Perlas (Parte 5)

Tomar conciencia de nuestra naturaleza suele ser una de las cosas más complicadas de entender dentro del ámbito humano. La confiabilidad suele dotarnos de una franqueza que de manera automática hace que no dudemos unos en otros. Esto ocurre en el primer encuentro. Después, todo se desbarata con el tiempo.

De todos modos, hacía mucho tiempo que Ulises Flynn había dejado de confiar en nadie. Sin embargo, había observado en su colaboradora, Karen Grant, una serie de cualidades que le confirmaban que merecía la pena morir por una persona así. Aquel vínculo analítico esbozaba una nueva faceta del profesor que le alejaba mucho del camino de seguridad que había creado en torno a él con el paso de los años. Y ese factor de ninguna manera le favorecía, si acaso, era negativo, porque tener una razón externa que pudiese desequilibrar su objetivo estaba fuera de los cánones establecidos para alguien con la vida que él llevaba. Lo hacía vulnerable por primera vez en mucho tiempo.

Todas estas reflexiones ebullían dentro de la mente del profesor mientras, alojado al otro lado de la escotilla, sentía un inmenso deseo de echar la puerta abajo y liberar a la fotógrafa. No obstante, sabía que debía de hacer algo antes. Esa acción sería clave para el devenir de su misión. Sería definitiva para proteger a Midori y al resto de las pescadoras de perlas y, sobre todo, del entorno paradisiaco que había sido esquilmado las últimas décadas sin permitir su recuperación natural.

Tranquilizó a su compañera con su mirada tras el cristal y se alejó del camarote. No tardó mucho tiempo en llegar al camarote del capitán. Había estudiado un plano que colgaba de un cuadro cuando abordó la cubierta. Comprobó con fortuna que el capitán no estaba dentro. Manipuló con cuidado la cerradura hasta que cedió el seguro y pudo meterse dentro. Dos minutos después el profesor Ulises Flynn salía con el libro de bitácoras bajo el brazo. Aquel libro era la prueba más contundente que necesitaba. Allí estaban escritas todas las actividades de pesca del barco.

Lo siguiente que ocurrió no fue tan afortunado. Cuando se aproximaba con sigilo hacia la estancia donde mantenían encerrada a Karen Grant, el sujeto del rostro sesgado por una cicatriz, estaba sacando del camarote a la fotógrafa a punto de pistola. Ulises los siguió por la estrechez de un largo pasillo manteniendo la distancia. Después de doblar un par de recodos, desaparecieron por una puerta metálica. Ulises se aproximó todo lo que pudo.

La escena que contemplo a continuación le resulto totalmente alarmante. Estaban obligando a Karen a escribir un artículo. La joven estaba sentada delante de un ordenador y la estaban dictando un texto que luego ella reproducía con el teclado en la aplicación que usaba para enviar sus artículos a la revista. También habían hecho un fotomontaje con las instantáneas que Karen había tomado de las prácticas de la industria pesquera. La manipulación era evidente. Habían filtrado aquellas tomas que denunciaban el espolio del fondo marino y las habían sustituido por otras que mostraban una aparente normalidad del entorno. El colmo de la situación fue cuando citaron el propio nombre del profesor para respaldar las mentiras tras el artículo.

El profesor se sintió tremendamente indignado pero la templanza era siempre la madre de todas las artes, incluso aquellas que tenían que ver con la liberación o el rescate en situaciones desesperadas, como era aquella. Por ello, permitió que aquellos secuaces terminasen su trabajo. Una vez que escuchó todo el contenido del artículo falso, Ulises dio un paso al frente.

Lo primero que hizo fue cortar el suministro eléctrico del ordenador. No le resultó complicado. Ya había observado un cuadro eléctrico que alimentaba la planta donde estaban. Lo recordaba en uno de los pasillos por donde habían pasado antes. Corrió hasta allí y arrojó el agua que contenía uno de los cubos que usaban los marineros para sus tareas de limpieza y que encontró en un rincón. El cortocircuito que se produjo encendió todas las alarmas. También el ordenador, que era un modelo de sobremesa, perdió su alimentación eléctrica y el artículo se esfumó sin haber sido salvado antes en la aplicación. Los hombres que rodeaban a Karen comenzaron a gritar nerviosos. Todos abandonaron el camarote en busca de lo que había ocurrido a excepción del asesino a sueldo que permanecía impertérrito con su arma apuntando a su captora.

Entonces el profesor hizo algo que a cualquiera le hubiese parecido suicida. Ulises se colocó junto a la puerta. Se exhibió tal y como estaba, con su bañador aun empapado, sus pies descalzos y una mirada penetrante. El gesto de sorpresa en el rostro del hombre de traje negro fue inmediato. Tenía la seguridad de que Ulises había muerto al saltar por el acantilado y, ahora, allí estaba como si hubiese resucitado.

-Tiene usted más vidas que un gato -le espetó con rabia.

Ulises no dijo nada. Solamente le miró fijamente con desprecio.

-Ah, claro, tenemos aquí a un héroe. Claro que sí –prosiguió el asesino a sueldo-. ¿Y qué piensa hacer? Ahora mismo podría acabar con usted de una manera rápida y sencilla –y movió el arma hacia su dirección.

Ulises subió sus brazos en forma de cruz y enseñó sus manos vacías, con sus palmas hacia arriba. Apelar al orgullo de su oponente era la manera más eficaz de invitar a un adversario a un enfrentamiento. El hombre de traje negro lo entendió de inmediato. Se enfundó la pistola, sonrió, y se acercó hacia el profesor. Los dos hombres se colocaron frente a frente.

Lo que sucedió a continuación ocurrió a demasiada velocidad para que Karen apreciase en toda su magnitud la técnica de lucha que usó el profesor.

Ulises esperó hasta que su oponente atacase. Cuando vio que su puño se acercaba a su rostro, el profesor se inclinó hacia atrás a la vez que con ambas manos sujetaba la muñeca del brazo extendido de su atacante. A la misma vez usó una de sus piernas para engancharlo por su tobillo y desestabilizarlo. Todo eso logró que la unión de la fuerza de su atacante más el impulso de Ulises, pudiesen arrojar a su oponente por encima del profesor. El sujeto cayó de bruces contra el suelo. Acto seguido, Ulises dobló sus brazos por detrás de su espalda y lo inmovilizó por completo haciendo presión en los puntos concretos para insensibilizar sus miembros. Karen rápidamente se aproximó con un cabo de pescador que había en una caja de enseres. El profesor maniató al asesino a sueldo quien gemía de rabia. Le desprendió de su arma. Ulises la arrojó por la ventana hacia el mar. Odiaba aquellos objetos. Se acercó al rostro del hombre que crujía entre dientes y le tapó la boca con cinta de embalar.

Todo había sido tan rápido que apenas habían hecho ruido. Aunque no había sido la intención de Ulises, un pequeño fuego se había propagado en el pasillo donde estaba el cuadro eléctrico. Sin embargo, los marineros lo tenían ya bajo control. En medio de toda esta confusión, fue fácil arrojarse al mar mientras los marineros corrían de un lado a otro.

Mientras Ulises y Karen nadaban, el profesor comprobó con satisfacción que conservaba las dos cosas más valiosas que había ido a buscar en el Nippon-Maru: a Karen y al cuaderno de bitácoras cuidadosamente envuelto en plástico.

Un día después el profesor entregó una copia del cuaderno de bitácoras a la policía local. Ese mismo día el barco y su tripulación fueron detenidos. El hombre de la cicatriz fue puesto bajo arresto aunque, según noticias que recibiría el profesor semanas después, al parecer fue deportado a la Interpol quien llevaba años tras su pista por diversos trabajos de naturaleza criminal.

Ulises quiso despedirse de Midori. Esta vez permitió que Karen estuviese con él toda la conversación. La joven se sentía inmensamente agradecida al profesor quien, a pesar de su liberación, no había aceptado ni siquiera unas palabras de agradecimiento. Simplemente la dijo que, la próxima vez, extremase las precauciones y que, quizás, comenzasen a viajar en su próximos destinos en dos vuelos separados para evitar que los rastreasen tan fácilmente. Karen no entendía nada. Tan pronto veía al profesor lleno de humanidad como, en un abrir y cerrar de ojos, totalmente desamorado y frio como el hielo.

Se sobrepuso rápidamente a sus emociones y se centró en sus últimos quehaceres con las pescadoras de perlas. Pudo entrevistar a algunas de ellas, hacerlas fotos y grabarlas mientras trabajaban. Era increíble el aguante que tenían bajo el agua. Era sorprendente ver como habían hecho de aquella actividad un rito ancestral lleno de magia y pasión donde el agua y su misticismo evocaban la belleza de la unión entre el hombre y la naturaleza.

Karen invitó a Ulises a que le hiciese una demostración bajo el mar, practicando la apnea, pero el profesor la dijo que él sólo sabía bucear con un tanque de oxígeno. Las risas de las pescadoras de perlas llenaron la playa cuando el profesor pronunció esas palabras. Sea como fuere, Karen comenzaba a entender que el profesor solo estaba dispuesto a usar sus habilidades cuando realmente hiciese falta. La jactancia estaba muy alejada de un hombre que, sin embargo, estaba repleto de cualidades sorprendentes.

Una semana después de su liberación del Nippon-Maru, Karen regresó con el profesor a casa. Apenas hablaron durante el vuelo. Karen durmió y soñó. El profesor se dedicó a la lectura con pasión.

El informe que el profesor Ulises Flynn envío a la agencia medioambiental que le había contratado para hacer aquel trabajo desveló las consecuencias de las actividades de la pesca industrial:

“Una vez analizadas las pruebas concluyentes en el fondo marino, se desvela el hecho de que la degradación del entorno es evidente por las siguientes prácticas:

Pesca fantasma: el abandono de material de pesca como redes, jaulas de cultivo, desperdicios de los barcos en zonas de alta densidad de tráfico, fuel y materiales sintéticos resistentes, siguen elevando la inútil mortandad de la fauna marina así como el impacto irreversible de zonas delicadas como los corales.

Venenos y explosivos: en la composición de la tierra del fondo así como en la del agua se han encontrado productos químicos arrojados intencionalmente con la creencia de que su uso preservará una especie por encima de la otra. El contrabando de estos productos se originaba a través de uno de los barcos pesqueros, el Nippon-Maru, quien ya ha cesado sus actividades en la zona después de notificarlo a las autoridades locales.

Los descartes: El uso extensivo de jaulas para el cultivo de la ostra y otras especies marinas, provoca que estos artilugios sirvan también para atrapar otros seres vivos que son descartados y arrojados al mar cuando ya están moribundos. El impacto en el equilibrio de la cadena alimenticia ya se evidencia con la extinción de especies autóctonas en la zona en estos últimos años.

La pesca de arrastre: La manipulación de las jaulas, el barrido del fondo, el drenaje y otras prácticas similares están erosionando el fondo marino y destruyendo a su paso toda la flora y fauna colindante de manera indiscriminada. Es lo más parecido a crear un desierto bajo el mar.

La conclusión es que, cuanto más disminuye la pesca en una región, tanto más son más agresivas las técnicas de pesca que se usan para compensar dicha carencia. Es inminentemente necesario que las autoridades medioambientales actúen en esta zona para erradicar de inmediato todas estas prácticas y se restauren de nuevo las técnicas tradicionales de pesca que no son agresivas, como las que siempre se han llevado a cabo para la recolección de ostras a través de, por ejemplo, las pescadoras de perlas y otras prácticas sostenibles similares.

Por otro lado, las cifras del consumo de pescado facilitadas por la FAO (la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación) nos invitan a una profunda reflexión acerca del uso de los recursos que con bondad nos ofrece la naturaleza. Dejo aquí algunos datos al respecto:

Maldivas: 140 Kg persona/año, Islandia: 91 Kg persona/año, Japón: 70 Kg persona/año, Portugal: 59 Kg persona/año, China: 57 Kg persona/año, Malasia: 56 Kg persona/año, Noruega: 47 Kg persona/año, España: 37 Kg persona/año, Chile: 28 Kg persona/año.”

El profesor Ulises Flynn firmó su informe y lo envió por valija diplomática, como siempre hacía, mientras observaba como la tenue luz del día iba decayendo hasta colorear el firmamento de un color cetrino. Él siempre se sentía así después de terminar una de sus misiones. Siempre con el sabor agridulce de saber que no todas sus recomendaciones serían seguidas y que la mayoría, o serían descartadas o abandonadas en el fondo del cajón del escritorio de algún burócrata medioambiental que lo hubiese leído de soslayo.