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Los Crímenes del Agua: El Oro Negro de Ramsés (Parte 3)

Sobre el blog

  • Crímenes Agua: Oro Negro Ramsés (Parte 3)
  • Crímenes Agua: Oro Negro Ramsés (Parte 3)

Ulises la miró muy seriamente. Su rostro, que hasta el momento se mostraba relajado, de pronto se mostró tenso y adquirió una apariencia dura. Sus facciones se alargaron y frunció el ceño. El rictus de su cara se dibujó recto y apretó los dientes. Sus ojos se afilaron y se incorporó en señal de desafío.

-Vaya profesor… parece que ha enmudecido –señaló la asesina de Eureka. Le ha costado entenderlo, pero ya veo que finalmente comprende que la cuenta atrás ha comenzado para usted. Ha sido una verdadera molestia todos estos años. Pero todo tiene un final al igual que un comienzo.

-Solo le diré esto querida –matizó Ulises-, no se olvide que un final no se escribe hasta que no ha ocurrido. La falta de escrúpulos suele compensarse con una dosis de histerismo. Y esa emoción suele estar muy reñida con la cordura.

La asesina le ignoró. Acto seguido, el profesor Flynn se puso de rodillas y abrió la trampilla de la última bodega de carga. Desde allí sería arrojado al vacío. Eso significaba que sus oportunidades pasaban por hacer algo antes de que eso ocurriese.

Un minuto después, se encontraban los dos rodeados de equipajes. Ulises se alegró de que la asesina ya no estuviese junto a la azafata herida. La mano de la cómplice de Latimer seguía sujetando su pistola con mano firme. No había perdido ni un ápice de tensión. Ulises estudió la posición donde los dos estaban. Uno frente al otro.

Observó el cañón del arma y lo que ocurriría si hacía detonación, Ulises calculó la trayectoria de la bala y sus consecuencias. Aquella mujer era buena en su trabajo. Le apuntaba directamente al corazón. Así que si Ulises se abalanzaba sobre ella, recibiría directamente un impacto fatal. Eso le daba poco margen de maniobra. Si, por el contrario, Flynn intentaba golpearla agachándose para luego usar sus piernas como palanca, la trayectoria de la bala le podría alcanzar directamente la cabeza. No había duda de que la asesina le tenía acorralado. Tal y como ella afirmaba, la habían entrenado a conciencia.

Optó entonces por el siguiente plan, usar algo del entorno como distracción o como arma. Las maletas que tenían a su alrededor se apiñaban en un lado. Eso le extrañó. Entonces se dio cuenta de que la mujer que le amenazaba había bajado antes que él hasta la bodega de carga y había preparado el escenario para que Flynn no tuviese ninguna capacidad de reacción. Por primera vez en mucho tiempo, el profesor tuvo la sensación de que, quizás, sus posibilidades eran nulas y que, por tanto, su vida podía acabarse.

La asesina le pidió que abriese la trampilla que daba acceso al exterior.

-Si hago eso lo detectaran en la cabina del piloto. Se encenderá el piloto de aviso –le advirtió Ulises.

-Profesor, ¿me toma por tonta? Para cuando haya bajado alguien hasta aquí, su cuerpo estará yendo en picado hasta el océano. Y yo ya habré vuelto a mi asiento. Nadie sabrá nunca lo que habría pasado, hasta que no comprobasen la lista de pasajeros al desembarcar. Para ese tiempo yo ya estaría muy lejos del aeropuerto de Doha.

Las alternativas de Ulises Flynn se acababan en ese punto. Aquella mujer lo tenía todo muy bien planeado. Por otro lado, no podía desarmarla sin que le matase de un disparo. Lo que le sorprendía era que no le hubiese disparado ya y que no hubiese arrojado después su cuerpo al vacío por la trampilla que le estaba obligando a abrir. El profesor lo achacó a la excentricidad del propio doctor Latimer quién, probablemente, le hubiese dado instrucciones precisas de que le obligase a saltar del avión mientras aún estuviese vivo. Pero entonces Ulises llegó a otra conclusión. Y ese razonamiento le condujo a otro posterior. Y fue en este segundo pensamiento dónde Ulises Flynn encontró su salvación.

El profesor barajó la posibilidad de que la asesina no quisiera dispararle dentro del avión para evitar una posible despresurización de la aeronave.

Flynn conocía muy bien los efectos que eso podría producir. La despresurización de la cabina de los aviones era una emergencia grave que podría tener consecuencias fatales. Para poder mitigarlo, la clave estaba en que los pilotos actuasen con rapidez y profesionalidad. Ulises confiaba en que, en caso de que ocurriese, los pilotos que manejaban la aeronave se comportasen de acuerdo a su protocolo de emergencia. De hecho, esta clase de situaciones era de las más ensayadas en los simuladores de vuelo.

Pero el profesor, como hacía en todas las situaciones extremas, no quería precipitarse a tomar una decisión que pudiese derivar en una equivocación que pusiese poner en peligro la vida de los pasajeros y de la tripulación. El profesor jamás pondría en riesgo innecesariamente la vida de las personas del avión. En aquel vuelo podría haber más de trescientas almas. Eso exigía calcular los riesgos de lo que iba a hacer a continuación hasta el más mínimo detalle. Y, si en esas previsiones el porcentaje resultante de riesgo era demasiado alto, entonces el profesor desistiría y aceptaría su fatal destino.

Por eso repasó en su mente el concepto de aquel accidente. Ulises recordó que la presión del avión dependía del bombeo activo de aire comprimido en la cabina para garantizar la seguridad y el confort de los ocupantes. Para conseguirlo, era necesario que el avión alcanzase una altitud importante. Así se evitaba que la presión atmosférica natural fuese demasiado baja como para suministrar el suficiente oxígeno a los ocupantes. Sin la presurización del habitáculo, se podía sufrir el llamado síndrome de altura o incluso una hipoxia.

Ulises recordó que las aeronaves que realizaban vuelos rutinarios sobre 3.000 pies de altura estaban equipadas, por lo general, por un sistema de oxígeno alimentado por medio de máscaras conectadas a un sistema de control ambiental que usaba gas que bombeaba un motor. En caso de que un avión presurizado sufriese un fallo de presurización por encima de la altitud mínima, la aeronave entraba en fase de situación de emergencia. En ese caso, el avión debía de comenzar un descenso de altura y las máscaras de oxígeno debían de activarse para todos los ocupantes. Flynn sabía que el avión donde estaba contaba con todos esos sistemas y con pilotos capacitados.

Las razones para producirse una despresurización eran diferentes. Por ejemplo, se podría deber a que el propio funcionamiento automático del avión fallase. Esa posibilidad era mínima y la aeronave estaba dotada de sistemas que aseguraban su restablecimiento en caso de un fallo mecánico. Sin embargo, los accidentes siempre entraban dentro de la posibilidad real. Otra razón era hacer intencionadamente un boquete en el fuselaje, ya fuese por usar un arma dentro del avión o por producirse una explosión en el interior. Estas eran circunstancias muy vigiladas cuando los pasajeros entraban dentro del compartimento. El que aquella asesina hubiese conseguido burlar la vigilancia e introducir aquella pistola, demostraba que los sistemas y controles de seguridad en los aeropuertos no eran infalibles.

Flynn tenía una cosa clara. La despresurización iba a ocurrir de todas formas, la provocase él o no. Aquella mujer le iba a obligar a tirarse. Así que la trampilla iba a abrirse quisiera él o no. La única diferencia era escoger el momento. La asesina le apremió a que se acercase a la trampilla para abrirla cuando se lo indicase. Mientras, ella se acercó a la escalerilla y sacó de su bolsillo unas cuerdas. En ese preciso instante Ulises lo vio claro. La asesina iba a atarse la cintura en la barandilla de la escalerilla. Flynn miró a su alrededor rápidamente. Buscaba algo dónde él se pudiera agarrar. No había nada a su alcance. Ulises se lo tenía que jugar todo a una sola carta. Así que antes de que la azafata impostora se atase la cuerda, y sin esperar su orden de que se arrojase al vacío, el profesor Ulises Flynn debería de abrir la trampilla.

Ulises hizo una última reflexión, mientras mantenía su mirada clavada en la asesina, que seguía con su maniobra para atarse a la barandilla. Eso lo hacía porque en el momento en el que ordenase al profesor abrir la trampilla, el caos se adueñaría del avión. Los objetos saldrían volando, y los pasajeros serían incapaces de inspirar aire porque sus pulmones no podrían tomar y expulsar el aire. A eso se uniría el gran estrés entre los pasajeros ya que les provocaría mareos, dolor en el oído, presión en la parte frontal de la cara y en los senos nasales debido a la diferencia que se produciría entre la presión del interior y la del exterior del oído.

Todo eso podría ocurrir en cuestión de segundos si Ulises abría en ese instante la trampilla. La impostora no había asegurado la trampilla de la primera bodega, donde estaba el cuerpo inconsciente de la otra azafata. Seguramente lo querría hacer una vez estuviese completamente atada. Eso lograría que la despresurización sólo se hiciese en el último compartimento de carga y no en toda la aeronave. Luego le ordenaría a Ulises que abriese la trampilla, que se arrojase y después ella se arrastraría hasta la trampilla abierta y la volvería a cerrar. Ella no saldría volando porque estaría amarrada por el cabo que estaba preparando.

Ulises tomó una decisión mientras aún hubiese tiempo. Confiaría en que los pilotos hiciesen un descenso de emergencia y en que los pasajeros se pusieran las máscaras de emergencia. Además el fuselaje del avión no se vería comprometido. Esa decisión era la única manera de desarmar a su captora y poder abatirla.

Ulises abrió la trampilla.

La asesina aún se estaba atando. En el momento en que la bodega de carga perdió la presurización, las maletas empezaron a volar yendo en dirección de la trampilla. Ulises también notó el vació que se produjo y su cuerpo fue abalanzado con violencia hacia adelante. Mantuvo su mano asida con fuerza en la palanca de apertura, como único medio de salvación. La mujer, a quien la situación le pilló completamente desprevenida, soltó la cuerda y ésta se deslizó por su cintura. No le había dado tiempo a poner el enganche en la barandilla, así que su cuerpo voló hacia la trampilla. Las maletas se agolparon en la abertura y las más pequeñas salieron volando directamente. La asesina perdió la pistola que también salió disparada hacia el vacío.

Ulises había conseguido su objetivo, salvar su propia vida provocando la despresurización del avión y desarmar a su captora.

Pero ese primer remedio había desatado una situación de emergencia que, de no subsanarla de inmediato, podría provocar una tragedia en aquel vuelo.

El profesor imaginó el caos que se estaría produciendo en la parte de arriba. Los pilotos ya habían comenzado un descenso rápido y supuso que los pasajeros estarían respirando a través de las mascarillas. Pero su primera preocupación era intentar salvar a la asesina, que estaba agolpada entre unas maletas que, poco a poco, iba aspirando el hueco de la trampilla como si fuese un agujero negro, y después cerrar la trampilla abierta. Pero la fuerza del aspirado era tan fuerte que la resistencia de su propio brazo menguaba por momentos. Ulises se esforzó por coger la mano de la asesina quien le miraba con ojos suplicantes. Flynn le cogió de la muñeca y la gritó:

-¡¡Ayúdeme a cerrar la trampilla!!

Entonces ella hizo algo que el profesor no olvidaría nunca. Golpeó con su pierna una maleta grande que tapaba la obertura. Ulises entró en pánico. Soltó de inmediato su muñeca y, acto seguido, la mujer se precipitó al vacío. Ulises utilizó todas sus fuerzas para cerrar la trampilla y accionó un botón automático de cierre que había en el otro extremo. Antes de que se cerrase por completo, el profesor vio como su captora había accionado un paracaídas que tenía bajo su chaqueta, de dimensiones tan pequeñas que el profesor no se había percatado del mismo. La mujer había salvado su vida e imaginó que, una vez estuviese en el océano, activaría una baliza para su localización por sus colegas de Eureka que probablemente estarían barriendo la zona en busca de su cadáver. Flynn conocía muy bien el gusto de Latimer por los trofeos de caza.

Entonces Ulises, tirado en el suelo, entre maletas desparramadas y abiertas, recuperó el aliento. Al cabo de un par de minutos vio como la trampilla de acceso de la primera bodega se abrió. Apareció el copiloto que lo miraba de manera incrédula y severa.

El avión aterrizó mientras la mayoría de la tripulación y el pasaje intentaba recuperarse de aquel susto mortal. Durante el resto del trayecto, Flynn permaneció bajo custodia hasta su entrega a las autoridades aeroportuarias de Doha.

Nunca antes el profesor Ulises Flynn había pasado tanto tiempo dando explicaciones de todo lo que había sucedido. Afortunadamente, la embajada y sus contactos en la ONU le ampararon cuando les fue notificado el suceso. Al cabo de unas horas, el profesor pudo tomar otro vuelo hacia su casa (aunque esta vez bajo la custodia policial de la Interpool para asegurar su seguridad y que no volviesen a atentar contra su vida).

Esta no sería la primera ni la última vez que Eureka buscase acabar con la vida del profesor. Pero eso era algo que, por lo general, las autoridades locales no conocían y que, por muchas explicaciones que se le diesen, nunca podrían entender. Las actividades del profesor tenían implicaciones directas contra todas aquellas empresas y organizaciones que se lucraban a costa de destruir el medioambiente y, por esa razón, su vida siempre estaba en la palestra. Tras el incidente del avión, el responsable de Naciones Unidas le comunicó al profesor Ulises Flynn que, para respaldar todavía más su figura y sus actividades (que tan buen servicio estaban dando en defensa de la Naturaleza), que tenían pensado para él un puesto relevante en la organización que le sería comunicado convenientemente en tiempo y forma.

Ulises huía de la publicidad y su mejor arma era la discreción. Por eso rechazó el cargo sin saber siquiera cual iba a ser. Más adelante se enteraría que le querían nombrar mensajero de la paz. Pero Ulises Flynn no era un hombre de palabras o de grandes discursos, para repetir lo que en realidad todos ya sabían, que las actividades del hombre estaban teniendo consecuencias cada vez menos reversibles en el Clima y el Planeta. El profesor era un hombre de acción. Cada uno sabía cuál era su papel en la vida y Ulises Flynn tenía muy claro el suyo. Escribió una carta declinando el ofrecimiento y él mismo la envió personándose en la oficina de correos más cercana a su apartamento de la ciudad.

Después de aquellos peligrosos días el profesor, tal y como tenía por costumbre, se reunió con su inestimable colaboradora, Karent Grant, en un restaurante de la ciudad. Mientras estaban terminando su comida, comenzaron una animada sobremesa en la que el profesor le relató a Karent todo lo que ocurría en la Selva del Sudeste Asiático. La joven apuntó toda la información que pudo y se lamentó por no haberle acompañado para tomar fotografías de lo que estaba ocurriendo.

-No se preocupe Karent, siempre la tengo presente –y el profesor la entregó un pendrive-. Ahí tiene su álbum fotográfico.

La joven sonrió un tanto sorprendida.

-No me diga que ahora le gusta la fotografía –le aduló.

-No, no, claro que no. Reconozco mis limitaciones. Lo que hice fue contratar a un fotógrafo local para que me acompañase –dijo humildemente-. Creo que le gustarán, en especial las fotografías aéreas. Tuvimos la oportunidad de sobrevolar en helicóptero varias zonas arrasadas por el fuego así como los centenares de plantaciones del árbol de la Palma. El paisaje es verdaderamente sobrecogedor.

Karent asintió agradecida.

-Muchas gracias profesor. Ya sabe que haré buen uso de este material. Como siempre escribiré en mi periódico un artículo sobre el tema denunciando lo que está pasando allí. Me gustaría que algún día se animase a firmar conmigo alguno de los artículos.

Flynn sonrió.

-El día que haga eso dejaré de ser yo mismo. Recuerde que lo único que nos queda en esta vida es la honestidad. No quiero perderla por la adulación.

Y el profesor se despidió con la misma cortesía con la que había dado la bienvenida a la joven fotógrafa, cuando comenzaron la comida. Ulises tenía enormes deseos de relajarse buscando la paz con la lectura de sus amados libros que inundaban las paredes de su apartamento.