Llevamos mirando al cielo desde octubre, confiando en que llueva como solía hacer en otoño y en invierno. Las últimas lluvias y nevadas parecían ser el principio del cambio. Sin embargo, los gestores del agua miran con preocupación las reservas. Ha llovido, sí, pero no lo suficiente para dejar atrás la escasez. De momento, el agua ha seguido saliendo de nuestros grifos. Y en el campo, como todavía no han empezado los riegos, tampoco han aparecido los problemas. Sin embargo, si no llueve en primavera, y mucho, ¿qué ocurrirá? ¿Qué pasará el año que viene si el ciclo seco se mantiene? ¿Cuánto durará?
Si algo hay seguro con el cambio climático es que la incertidumbre crece cada día. Inundaciones y sequías son cada vez más imprevisibles. Lo poco que podemos estimar de lo que nos espera en el futuro no es nada esperanzador. Hemos vivido los últimos tres años más cálidos desde que hay registros, y en zonas normalmente abundantes en lluvias, éstas han sido mucho menores de lo normal. A esto hay que sumar que las previsiones apuntan a que, en los próximos años, vamos a vivir una reducción progresiva de los recursos disponibles.
Ante este panorama no nos van a servir las viejas recetas de ampliar la oferta sin límites. No quedan apenas ríos por regular, no nos caben más embalses. Tampoco hay cuencas excedentarias de las que trasvasar agua. Y las nuevas formas de ampliar la oferta –como la modernización de regadíos que se ha llevado gran parte de los fondos de desarrollo rural, o la reutilización de aguas residuales que acapara la mitad del presupuesto de la Estrategia de Economía Circular – no hacen sino aumentar la tensión y el riesgo, aparte de mantener el espejismo de que el agua no se acaba nunca y podemos aumentar la demanda sin fin. El cambio climático ha venido para quedarse, y solo nos queda adaptarnos a él. Tenemos que empezar a imaginar y a crear un futuro diferente, en el que el desarrollo de la sociedad no esté basado en la sobreexplotación de los recursos –no solo hídricos– sino en la conservación de los sistemas naturales, que al fin y al cabo son nuestra fuente de agua.
El nuevo ciclo de planificación hidrológica que debería empezar ya a discutirse supone una gran oportunidad para avanzar en este cambio de modelo. Afortunadamente contamos con un referente que nos aporta valiosas herramientas para gestionar el agua de forma diferente: la Directiva Marco del Agua, una legislación pionera, que cumple este año su mayoría de edad y en España aún está en pañales. Si aplicamos sus recetas y ajustamos las demandas a los recursos disponibles y mejoramos la salud de nuestros ríos, humedales y acuíferos, estaremos mucho mejor preparados para hacer frente a la incertidumbre y al riesgo que el cambio climático trae consigo. De hecho, es uno de sus objetivos.
La planificación hidrológica no es la única herramienta para impulsar la adaptación al cambio climático. Actualmente está sobre la mesa la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, que debería contemplar la necesaria adaptación de nuestra agricultura a unos recursos cada vez más escasos. Aún sin aprobar la ley, se empieza a discutir la Estrategia de Agricultura, Clima y Medio Ambiente. Desconocemos si alguna de ellas planteará la renuncia a las 700.000 hectáreas de nuevos regadíos que incluyen los actuales planes hidrológicos a petición de las comunidades autónomas y que pretenden financiar algunos de los Programas de Desarrollo Rural, o si se será aún más valiente, para plantear la reducción de la superficie regada. Tampoco si supondrá el cierre del medio millón de pozos ilegales que riegan esa supuestamente próspera agricultura intensiva que sobreexplota los acuíferos, poniendo en riesgo la propia actividad.
Hay muchas oportunidades para marcar un nuevo ritmo en la relación entre el agua y el desarrollo de este país, pero no vale pintar de verde –ni de pacto– las viejas recetas, hay que innovar y contribuir a dar soluciones desde todos los sectores. Hace falta creernos que esto va en serio y poner voluntad. Sobre todo, voluntad política.