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La dialéctica entre lo público y lo privado: otra marea que no cesa

Sobre el blog

Gonzalo Delacámara
Director, Center for Water & Climate Adaptation, IE University. Asesor internacional de la Comisión Europea, el sistema de Naciones Unidas, la OCDE, el Grupo del Banco Mundial y otras instituciones bilaterales y multilaterales.
  • dialéctica lo público y lo privado: otra marea que no cesa
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La dialéctica entre lo público y lo privado emerge de modo recurrente a lo largo de la historia. Por momentos, parece latente, encapsulada; en otros, regresa de modo virulento, con frecuencia teñida de apriorismos ideológicos más que de reflexión.

Esa discusión, además, no se da en un único plano ni en relación a ningún contexto específico. De hecho, lo impregna todo en ocasiones, si bien en un contexto de polarización que conduce al hastío.

A veces lo público y lo privado equivalen a lo que ocurre fuera de nuestra esfera íntima y lo que acontece en la misma. En otras se identifica con lo colectivo, lo social, frente a lo individual. En un contexto algo diferente, se plantea como un debate en torno al Estado y el mercado. Por momentos, como la disyuntiva entre el populismo frente a la tecnocracia, entre las emociones y la razón. Y, casi siempre, todas estas discusiones se dan en medio de una confusión notable entre los fines y los medios, entre objetivos sociales e instrumentos para alcanzarlos.

La esfera íntima frente a la esfera pública

La dialéctica entre lo público y lo privado emerge de modo recurrente a lo largo de la historia

Históricamente la distinción entre lo público y lo privado se ha relacionado con la Ilustración y el liberalismo de los siglos XVIII y XIX. Se creía entonces que un Estado liberal debe permitir y facilitar el desarrollo de seres humanos libres, racionales e igualitarios, para lo que la separación entre lo privado y lo público resulta indispensable: cada individuo debe ser libre de escoger su vida y guiarse por sus convicciones. Muchos siglos antes, Aristóteles, en su Política (s. IV a.C.), ya nos advertía que gobernar una ciudad y administrar una casa no es lo mismo. Desde el liberalismo, lo privado recibió una valoración mayor que lo público precisamente por esa identificación con el terreno de la libertad, en contraposición al espacio público donde las libertades individuales encuentran algunas restricciones.

Este nivel de distinción entre lo privado y lo público permite en buena medida delimitar el dominio de la política pues separa lo político en sentido estricto (la necesidad de llegar a acuerdos, de convivir), de lo que no lo es. De ese modo, la política no gobierna la ciencia en su sentido más genuino ni la creación artística ni las creencias religiosas… Todo eso queda en el ámbito de lo privado.

El liberalismo (político) creía en mujeres y hombres iguales en derechos, es decir ciudadanos, con independencia de su posición social, sus creencias, su riqueza, el lugar donde vivan o de donde procedan... Y de ese modo, la voluntad común, la ciudadanía, se presenta así como superior a toda voluntad individual o de un grupo.

El mercado frente al Estado

Desde un punto de vista económico algunas de estas categorías siguen siendo válidas pero conviene explicarlas de modo sencillo. En cualquier economía las decisiones a tomar tienen que ver con qué (bienes y servicios) producir, cómo producirlo, cuándo y dónde hacerlo y para quién. Se mezclan así decisiones estrictamente productivas con otras que son distributivas. La frontera entre aquello que debe dejarse al Estado en una economía y aquello que puede resolverse a través del mercado no es estable. A veces, de hecho, es tan difusa como la línea entre el rostro y la nuca.

Parece existir cierto consenso sobre algunos bienes y servicios que debe prestar el Estado. Adam Smith, un representante especialmente célebre del liberalismo económico, restringía las funciones del Estado a garantizar la propiedad privada, la defensa contra agresiones exteriores, la administración de justicia y el sostenimiento de algunas obras e instituciones públicas. Esbozaba, así, un Estado mínimo, raquítico, inaceptable para los estándares contemporáneos. Todavía quedan algunos economistas enternecedores que defienden posiciones próximas a las de Smith pero son menos abundantes que los ornitorrincos.

Una amplia mayoría de economistas entiende que a esas funciones cabe añadir una serie de bienes o servicios donde converge la condición de bienes públicos, es decir, bienes en los que la oferta es conjunta (no se rivaliza por su consumo) y en los que no es posible excluir a nadie de su consumo mediante el pago de un precio: el aire (la calidad atmosférica) es un buen ejemplo de ello. También se concede un papel en la corrección de externalidades, situaciones en las que las pautas de consumo o producción de uno afectan al bienestar de terceros. Incluso, se entiende que el Estado debe tener un papel destacado en la gestión de recursos comunes a los que puede accederse sin excesivas restricciones (bancos pesqueros, pastizales, bosques, atmósfera, agua en alta, etc.).

En cualquier economía las decisiones a tomar tienen que ver con qué (bienes y servicios) producir, cómo producirlo, cuándo y dónde hacerlo y para quién

Todos los ciudadanos están acostumbrados a consumir a diario bienes y servicios que no son provistos por el sector público. En muchos casos (comida, vestido), son bienes de primera necesidad que consumimos sin demasiados recelos desde un punto de vista ético. Incluso en la provisión de esos bienes privados, sin embargo, la presencia del sector público, regulando esas actividades, es evidente, especialmente en las sociedades más desarrolladas. Y no sólo regulando, de hecho: la mayor parte de las cosas que el lector tiene en este mismo momento en su entorno son el resultado de esfuerzos compartidos entre el sector público y el privado. Mariana Mazzucato, profesora de economía de la innovación de la Universidad de Sussex (Reino Unido) emplea el ejemplo emblemático de los teléfonos inteligentes: los adquirimos como bienes privados pero, en realidad, serían imposibles sin ingentes recursos de investigación pública en relación a los GPS, las pantallas táctiles, la inteligencia artificial, etc.

Los intereses individuales y los objetivos colectivos

A la hora de tomar decisiones sobre qué se deja al sector público y qué al privado, sin embargo, hay un elemento crucial que nunca debiera obviarse: la garantía del interés general. Se pone aquí de manifiesto una distinción crucial: intereses y decisiones individuales (privadas, en esa acepción del término), y objetivos colectivos, sociales: públicos, si se quiere. Sea quien sea el prestador de un servicio o el productor de un bien, lo que parece esencial es alinear esos intereses individuales con objetivos definidos de manera colectiva; sólo así prevalecerá el interés general. En ese sentido, vuelve a ser esencial el papel del Estado como regulador de actividades (públicas o privadas). De ese modo, el problema no es la provisión de ciertos bienes o servicios por el sector privado sino la ausencia o la debilidad de la regulación pública.

Pensemos a partir de dos ejemplos sencillos. A cualquier padre le preocupa cómo es educado cada uno de sus hijos. A quien tenga una clara noción de lo público, además, le preocupará cómo son educados el resto de los niños, aquellos con los que habrá de crecer, evolucionar, relacionarse, discrepar, crear. Llevará a su hijo a un colegio público, concertado o privado pero defenderá en cualquier caso inequívocamente una educación pública de calidad. En relación a los objetivos de salud pública, cualquier ciudadano querrá disfrutar una buena atención médica; algunos de esos ciudadanos, una mayoría social, querrá además que la atención sanitaria sea buena para todos. De nada sirve, por ejemplo, vacunarse contra un virus si una parte importante de la población o lo hace. Y esto implica también garantizar esa oportunidad a quienes no pueden acceder a ello con medios propios.

Hay un elemento crucial que nunca debiera obviarse: la garantía del interés general

Las crisis acentúan el debate

Coincidiendo con cada crisis económica (y ésta, inacabada en muchos sentidos, dura ya diez años), arrecian las críticas no sólo a los recortes del sistema público (sobre todo en educación y sanidad), sólo a veces como resultado de medidas de consolidación fiscal pues hay quien emplea las crisis como justificación narrativa para reducir el papel del Estado; también en relación a procesos de privatización. De modo recurrente, además, lo que se condena no son procesos de privatización en ciernes sino del pasado. La provisión privada de determinados servicios públicos se convierte así en un anatema. Para quienes creen así las colaboraciones entre administraciones públicas y empresas privadas se consideran arriesgadas, cuando no algo a erradicar.

En aquellos casos donde la desconfianza nace de la falta de integridad, la escasa rendición de cuentas, el lucro desproporcionado, el incumplimiento de obligaciones contractuales, la percepción de riesgo puede entenderse, aunque sería saludable reconocer que esas malas prácticas pueden ser privadas y públicas. Sin embargo, cada vez más se observa una tendencia a la proliferación de juicios de valor que reemplazan criterios racionales sobre la base de una adecuada evaluación de esas interacciones entre lo público y lo privado. Cuando se necesitaría un análisis sereno, riguroso y sin prejuicios, además de exento de motivaciones partidistas, se asiste a enfrentamientos tribales, a la ausencia de política, a discusiones llenas de maniqueísmos. Por supuesto, eliminar prejuicios significa ser capaz de cuestionar las creencias propias, de aceptar que el otro pudiera tener razón, de reconocer que la realidad es compleja y no admite caricaturas o afirmaciones no contrastadas. Dos de ellas resultan especialmente frecuentes: que la empresa pública es ineficiente (y la privada un modelo de eficiencia) y que la empresa privada se guía casi exclusivamente por su afán de lucro sin consideración alguna del interés general. Ambas afirmaciones no son ciertas con carácter universal en sentido alguno y, sin embargo, son lugares comunes empleados como armas arrojadizas.

Además de las crisis económicas, hay dos factores que suelen explicar el resurgir de estas discusiones. Por un lado, situaciones de abuso claro por parte del sector privado. En esos casos, como se ha insistido en este mismo texto, la desconfianza está más que justificada. Por otro lado y de modo más frecuente, por la irrupción de eso que se ha dado en llamar como opciones populistas, esa “enfermedad senil de las democracias”, como diría Bernard-Henri Levy.

El Estado debe tener un papel destacado en la gestión de recursos comunes a los que puede accederse sin excesivas restricciones

Oscilando entre la tecnocracia y el populismo

El populismo (como el nacionalismo) afirma saber lo que el pueblo, como sujeto colectivo más o menos impreciso, quiere. Y, además, propugna que siempre que quiere algo, tiene razón. Ni siquiera se le concede ese momento de honestidad basada en la duda. Como se considera la voluntad infalible del pueblo (no del que lo elige a uno, sino de todo) como un bien superior a cualquier otro, no hacen falta mayorías cualificadas; basta que una minoría significativa exprese un deseo para que se convierta en “la voluntad del pueblo”, lo que de facto silencia al resto de las minorías… o incluso a la mayoría. Es la negación de la democracia presentada como sublimación de la democracia. No olvidemos que la esencia de la democracia es el reconocimiento del otro, de quien no es como uno. A fin de cuentas, cualquier sociedad es un conjunto de ideas e intereses en conflicto y el principal desafío de una democracia representativa es gestionar esos conflictos.

La crisis política o, de modo más concreto, la crisis de la democracia representativa explica también la emergencia de este debate sobre lo público y lo privado. Las crisis políticas siempre se cuecen a fuego lento y derivan en una desafección progresiva de los ciudadanos hacia los partidos, a quienes se considera torpes para articular los intereses individuales a que me refería antes con los colectivos. En ese caldo de cultivo unos creen que la verdad siempre reside en la gente; otros en los técnicos. Y así, entre veleidades populistas o tecnocráticas avanzamos sin rumbo definido, como pollo sin cabeza.

Y todo se hace especialmente confuso cuando se enfatiza sobre los medios en lugar de los fines. Esto es, en parte, el resultado de haber jibarizado la política a un conjunto de acciones para alcanzar el poder sin que los aspirantes a él se sientan obligados a explicar de modo transparente qué harán una vez lo alcancen. Además, se engaña al ciudadano de modo obsceno: se le explica que para alcanzar un determinado objetivo, sobre el que no se admite discusión, sólo hay un medio posible: la provisión pública o privada, dependiendo del caso. Es una simplificación tan absurda que produce migraña.

Publicado originalmente en mEDium en diciembre del 2017, por Economía Digital, el 08/02/2018 en nuestro blog, Ver lo invisible.