En familias que acaban de sufrir la pérdida de uno de sus miembros, la ausencia es una presencia obsesiva. Del mismo modo, la falta de lluvia se apodera de mucho más de lo que somos conscientes en el día a día. A veces, como hace unos días, llueve o nieva y la reserva hidrológica se recupera leve y lentamente (pues es necesario esperar al deshielo). Después, acumulamos semanas, meses o años sin precipitaciones relevantes y regresa una inquietud imprecisa. En el camino perdemos la memoria, la perspectiva y la capacidad de respuesta.
Nos cuesta creer que vivimos una sequía porque ésta comienza progresiva e imperceptiblemente. De hecho, nadie sería capaz de afirmar el comienzo de la misma mientras ocurre. Un día no llueve, al siguiente tampoco, después lo hace anecdóticamente, pasan varios días más sin lluvia y un día comenzamos a tener evidencia, echando la vista atrás, de que la sequía comenzó. Aun así, habrá que esperar, de hecho, a que el Ministerio competente (el MAPAMA) declare oficialmente la alerta por sequía vía decreto. Vendrá entonces a certificar algo que muchos habían percibido de modo más o menos directo.
Las cuencas del Segura y el Júcar, desde 2015, o del Duero (desde junio de 2017) ya vieron como se aprobaban (e incluso prorrogaban), decretos por los que se declaraba la situación de sequía prolongada en sus territorios. Seguirán, con alta probabilidad, medidas similares en las cuencas del Guadalquivir y las cuencas mediterráneas andaluzas. En las dos primeras, cuyas reservas estaban a 6 de febrero al 15,8% y al 26,2% respectivamente, la sequía, de hecho, comenzó en 2014, de modo que pronto se cumplirá el cuarto año consecutivo de sequía.
En parte como resultado del cambio climático, las sequías serán cada vez más frecuentes, intensas y con un marcado carácter plurianual, dejando escaso tiempo de recuperación entre unas y otras. Sin embargo, esto está lejos de ser una maldición bíblica. De hecho, las consecuencias de la sequía se explican más por nuestras decisiones que por la ausencia relevante de precipitaciones, aunque resulte más cómodo pensar que poco o nada tenemos que ver con esta clase de desastres. Vivimos en un mundo de fantasía en el que nos incomoda pensar que quizás tengamos alguna responsabilidad en aquello que nos ocurre. En el primer acto de Julio César (1599), Shakespeare por boca de Casio decía: “Los hombres son a veces dueños de sus destinos. La culpa, querido Bruto, no es de las estrellas sino de nosotros mismos que consentimos ser inferiores”.
La pérdida de memoria
La sequía no es un fenómeno reciente en absoluto, desde luego no en amplias zonas de España. Bien es cierto que 2017 fue el segundo año más seco desde 1965, sólo por detrás de 2005. Llovió un 27% menos que el promedio del periodo 1981-2010. 2017 fue también el año más cálido desde el comienzo de la serie estadística (1965). De los diez años más cálidos en España desde esa fecha, siete lo han sido ya este siglo y cinco de ellos en la actual década. La combinación de bajas precipitaciones y altas temperaturas es desastrosa, especialmente para un país que tiene dos terceras partes del territorio en riesgo de desertificación y un 20% del mismo ya desertificado, un proceso en parte irreversible. A veces soñamos ser un extenso pastizal, una llanura verde, pero no es más que una ensoñación irresponsable. No lo somos; no lo hemos sido desde hace mucho tiempo. Sin embargo, entre parecernos a uno de los países del norte de Europa y avanzar en el pedregal, existen alternativas.
¿Acaso no recuerda el lector la crisis que aconteció en Barcelona durante 2007 y 2008 como resultado de una sequía? Entonces, la segunda área metropolitana más poblada del país se debatió entre recibir agua por barco (por ejemplo, desde Marsella), a un coste estimado de más de 32 €/m3 – la tarifa promedio para usos urbanos en España es de 1,77 €/m3 –, o trasvasar agua desde el Ródano. Sólo hace diez años de aquello. Los habitantes del área metropolitana de Barcelona seguramente tendrán un recuerdo vívido. Gracias a la actuación coordinada de la autoridad de cuenca (Agencia Catalana del Agua); el operador del ciclo urbano del agua (Aguas de Barcelona); y el notable esfuerzo ahorrador de los ciudadanos, se salvó la situación y hoy Barcelona tiene un nivel de consumo (levemente por encima de 100 litros por persona y día) entre los más bajos de las principales capitales europeas.
La pérdida de perspectiva
La gestión del agua está llena de ideas falaces. Hay quien cree, por ejemplo, que todo se resolvería con obras públicas para aumentar la capacidad de almacenamiento o de trasvase de agua pero lo cierto es que las cuencas españolas ya están altamente reguladas. Sería necesario, sin embargo, profundizar en enfoques de gestión de la demanda, en un esfuerzo decidido para aumentar la eficiencia en el uso de agua: hacer lo mismo o más con menos agua.
Por otro lado, una parte importante de los ahorros conseguidos al modernizar regadíos se ve absorbida por el aumento de las zonas de regadío en esas mismas cuencas o en otras regiones del país (un 20% en los últimos 30 años), por no mencionar el hecho de que los ahorros se obtienen a nivel de parcela pero no siempre son tan evidentes a escala de cuenca.
España hizo hace una década un esfuerzo ingente para aumentar su capacidad de desalación de agua de mar. Es hoy uno de los cinco países del mundo con más capacidad instalada de desalación y sus empresas de servicios de agua lideran a nivel mundial en este sector. Sin embargo, las principales plantas de desalación han sido utilizadas a una quinta parte de su capacidad real en promedio.
La pérdida la capacidad de respuesta
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Este artículo fue publicado originalmente el 19/02/2018 en Vozpópuli, y en el blog del Foro de la Economía del Agua, Ver lo invisible, el 26/02/2018.