La creciente importancia de los datos ha suscitado la cuestión de su control en el marco de las smart cities. Las administraciones públicas han optado por la conexión total para mejorar la gestión de muchos servicios y obtener, en palabras de la Unión Europea, unas ciudades más inclusivas sostenibles y conectadas. O, en palabras más llanas, ciudades más seguras, eficientes y adaptables a nuevas situaciones.
El impulso del sector tecnológico es, a la vez que útil, interesado: más negocio directo y sobre todo acceso a datos, que son el petróleo de la industria 4.0. La gestión de los datos, su regulación, uso y la financiación de su obtención son la gran cuestión que subyace en ese nuevo mundo hiperconectado en el que ya estamos inmersos.
Las grandes corporaciones de servicios están orientando sus esfuerzos de innovación y diversificación hacia la explotación comercial de los datos. Navegando al socaire de la legislación de protección de datos, encuentran márgenes de maniobra que interpretan la norma o evitan la confrontación directa mediante acuerdos y consentimientos. E incluso, en algunos casos, con esa información pretenden sustituir el gobierno directo de las instituciones por mecanismos paralelos, como las bonificaciones tarifarias con cargo a los fondos transferidos a fundaciones o la organización de mecanismos de participación privados mientras se oponen a las iniciativas públicas.
Se usan palabras amables, publicidad que adormece, mientras prosperan iniciativas que discuten e incluso socavan la autoridad pública. En realidad, cuanta mayor información, menor trasparencia. Cuantos más datos en poder privado, las instituciones públicas son más dependientes y tienen menor capacidad de gobernar democráticamente la realidad.
La posición central del agua se muestra en el consumo privado, en la industria, la agricultura y en los servicios, ya sean públicos o privados. En cada uno de esos ámbitos las posibilidades de la obtención de datos, su procesamiento y modelización, y a partir de aquí su comercialización, son inmensas.
Por ese motivo los servicios públicos deben considerar las consecuencias de que en muchos de ellos no esté regulada la obtención y uso de esos datos. Es necesario atender esa cuestión, redefinir el régimen de ese tráfico, en especial el uso de datos de los abonados al servicio, encajarlo correctamente en las garantías que ofrece la legislación de protección de datos y establecer mecanismos públicos de regulación que aseguren esa proteccion.
Esa cuestión se suscita en todos los ámbitos en los que la actividad tradicional se enfrenta a los nuevos horizontes de la industria 4.0. Por ejemplo, las organizaciones agrarias se refieren a la doble cosecha que obtienen desde hace unos años: la de grano y la de datos, y la necesidad de gestionar esa segunda para obtener una agricultura más eficiente y sostenible, pues esa información tiene valor para el que la genera y también para muchas empresas que la gestionan.
El problema de los datos se plantea en términos de derecho y también en términos de propiedad. En 2016 la Unión Europea publicó un Código de Conducta para compartir datos mediante acuerdos contractuales que anticipa propuestas de colaboración presididas por la idea de las responsabilidades compartidas en relación a los datos. Se trata de encontrar puntos de acuerdo entre las partes en relación a la privacidad, la protección de la propiedad intelectual, la financiación, la seguridad, la transparencia, el régimen de responsabilidades y, en definitiva, las relaciones de poder que se derivan del acceso a los datos.
La preocupación por los derechos digitales y su regulación también es objeto de estudio y propuestas de marcos éticos que consideren que los progresos deben ponerse al servicio de todas las personas, y proponen regular sobre aspectos tales como la no maleficencia, el mal uso de los datos, la autonomía de las personas en relación a las decisiones de máquinas, y la capacidad para poder responder (accountability) de las actuaciones efectuadas en ese campo. Recientemente la Universidad de Deusto ha presentado la Declaración sobre derechos humanos en entornos digitales que concreta las garantías y derechos que deberían asegurarse a todas las personas en el entorno digital.
Quienes controlan el funcionamiento de una tecnología acumulan poder e, inevitablemente, forman una especie de conspiración contra aquellos que no tienen acceso al conocimiento especializado que pone a su disposición dicha tecnología.[1] Esa afirmación es tan antigua como la humanidad pues explica el poder de los escribas sobre los analfabetos o la superioridad de la metalurgia sobre las culturas anteriores.
Por ello y con mayor razón esas garantías deben incorporarse en los servicios públicos. Para ello es necesario establecer mecanismos concretos que regulen el uso de esos datos. Entre ellos se encuentran:
- La propiedad de los datos. Existen informes de la Agencia de Protección de Datos que afirman que los datos de un servicio público pertenecen a su titular. Y no obstante, con frecuencia hay que pelear con resultados inciertos para materializar esa apropiación privada de datos de los ciudadanos.
- El acceso a los datos. Tiene una dimensión de simple derecho y otra tecnológica, pues ya hemos visto en el caso de los contadores eléctricos cómo la tecnología constituye una barrera limitadora de la competencia y que condiciona el ejercicio del derecho de acceso.
- La financiación. La decisión debe ser consecuencia del análisis coste beneficio y, en los servicios de mercado, debe estar condicionada al régimen de garantías y beneficios que puede esperarse de la obtención y uso de los datos.
Las ciudades están llamadas a ser las grandes protagonistas de la gobernanza futura, son crisoles de convivencia, conflictos y tendencias. El concepto smart es incompatible con la ignorancia a que las ciudades están abocadas si no son capaces de controlar los datos que generan. Lo exige la protección de los ciudadanos y la capacidad estratégica de definir su futuro. Por eso el concepto smart no puede sustituir, sino complementar, el derecho a la intimidad y la capacidad de los ciudadanos para tomar decisiones en relación a la convivencia vecinal y a la organización de su propia vida.
[1] Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnologia. Neil Postman. 1992. Traducido recientemente al castellano.