Hasta época bien reciente, el deseo compartido de nuestros pueblos y ciudades era muy sencillo: tener agua. Aún se pueden observar contratos en los que, a cambio de determinados derechos o privilegios, se establecía la contrapartida de que el receptor debía construir y mantener fuentes, lavaderos y abrevaderos.
Tener agua ha sido, en nuestro irregular Mediterráneo, una aspiración universal, garantía o promesa de vida y bienestar. Algunos emplazamientos fueron condicionados por la proximidad a un curso de agua o un pozo. Otros, decididos por su importancia estratégica, como Barcelona, Segovia o Tarragona, tuvieron que acarrearla desde lejos mediante costosos acueductos. Casi todos aprendieron a construir cisternas para aprovechar la lluvia.
Las aglomeraciones urbanas y el progreso tecnológico añadieron complejidad en forma de proximidad y de garantía. En ese camino fue tan importante la mejora en la construcción e instalación de tuberías y válvulas como el desarrollo de los sistemas de bombeo o la progresiva implantación del sello de agua (water closed) en los sistemas de desagüe. La implantación de contadores abrió el camino a la medición exacta del consumo y por tanto al uso responsable del agua y su facturación.
Pero lo esencial fue y sigue siendo tener agua. Hay testimonios escritos y gráficos de los procedimientos expropiatorios previos a la construcción de nuestro sistema hidroeléctrico, en los que las afectaciones se compensaban con la traída de aguas hasta los pueblos afectados, lo cual aplacó las protestas en numerosas ocasiones[1].
Tener agua. Esa fue la política de Bravo Murillo para Madrid cuando decidió la creación del Canal de Isabel II. Esa fue la política promovida por Joaquín Costa para mejorar las condiciones de vida de nuestros secanos y amortiguar así la tendencia a la emigración a las ciudades, ya hacinadas y cargadas de conflictividad social. Esa fue la combinación de coste y rendimiento que relacionó el desarrollo hidroeléctrico con la traída de aguas a muchos de nuestros pueblos y ciudades. Esa fue, finalmente, una de las políticas más activas impulsadas por nuestra joven democracia y que fue elemento esencial de la modernización y cualificación de nuestros pueblos y ciudades.
Tener agua es más la expresión de un deseo atávico que el diseño de un servicio. Muchos de nuestros municipios se lanzaron con esa sola divisa a la contratación a largo plazo de la gestión del servicio. Los procedimientos de contratación, en general, no hicieron una reflexión previa sobre las necesidades de inversión, las alternativas de financiación, los costes de explotación asociados, los niveles de garantía deseados, las posibilidades de asociación con municipios vecinos o las alternativas de gestión.
Se puede hacer una comparación con los procedimientos empleados en obras de acondicionamiento urbano para ver las diferencias con lo que sucede en el mundo del agua[2]. Las diferencias son notables en lo que se refiere a cuestiones esenciales:
- La información previa a la contratación, es decir el grado de conocimiento de aquello que se contrata y el problema que se pretende resolver.
- La definición de las obras necesarias para mejorar el servicio y su coste real.
- El coste de explotación del servicio y las tarifas que, en consecuencia, se van a trasladar al ciudadano.
- La previsión de seguimiento y control de la ejecución del contrato previa a la certificación y facturación del objeto del contrato.
Hay que añadir que, en numerosas ocasiones, lo que ha motivado la contratación del servicio de abastecimiento es algo tan ajeno a él como la expectativa de que desde el propio servicio se pueda aportar financiación extra a las arcas municipales mediante el mecanismo del canon concesional. Ese negocio mutuo, que al menos por la parte pública debe considerarse irregular pues suele financiar aspectos ajenos al servicio ha sido, con harta frecuencia, el motivo de la contratación privada del servicio. Eso reduce la tan cacareada colaboración público-privada a un mero acuerdo financiero de protección mutua. Y pone en duda la importancia del factor tecnológico en la decisión sobre la forma de gestión.
En el mundo del agua es de desear un cambio de paradigma que no parta de la ignorancia inicial ni siga con la falta de control posterior. Y que, en definitiva, ponga en primer lugar la reflexión sobre qué servicio se desea, qué alternativas técnicas, económicas y financieras existen y cuál es la secuencia de prioridades con la que se debe abordar su gestión.
Los municipios deben afrontar el futuro desde un mejor conocimiento de la realidad del servicio, sus necesidades, sus costes, sus alternativas. Eso debe permitir definir las condiciones de contorno y la mejor forma de abordar la gestión, optimizar los costes y la transparencia y en definitiva, establecer las condiciones para gobernarlo, ya sea mediante mecanismos de gestión públicos o con las colaboraciones privadas que sean oportunas en cada circunstancia.
Es bueno que los bueyes vayan por delante del carro. Y que, si el trayecto es largo, el carretero no se duerma por si hay que asegurar que el carro no vaya por el pedregal. Es la forma de optimizar los esfuerzos y asegurar que las tensiones internas del sistema se distribuyen de forma adecuada. Más aún si se debe rendir cuentas a los destinatarios del servicio.