Recuerdo los tiempos de la postguerra severa, con las calles llenas de pobres mendigando un mendrugo, muchos de ellos con harapos y exhibiendo muñones o llagas. España era un país derrotado social y económicamente y no había capacidad de respuesta más allá de la limosna.
Ser pobre, hoy no es lo mismo. Nuestra sociedad tiene establecidos derechos humanos básicos sobre determinados aspectos materiales y sociales considerados básicos. Interpretamos la pobreza como la imposibilidad de acceso a ellos de una persona o de un colectivo. Los derechos existen, y aunque no siempre se corresponden con la realidad, las organizaciones sociales llaman la atención y, a la vez que exigen a la administración, ayudan. Los medios de comunicación informan, cada cual según su sesgo.
Mediante la Encuesta de Condiciones de Vida, el pasado julio, el Instituto Nacional de Estadística estableció que el umbral de pobreza aguda en España se sitúa en 6.417 euros al año. Ese importe es el 60% de la mediana de la distribución de los ingresos por unidad de consumo. Es decir, cada persona debe sobrevivir con menos de 535 € al mes si vive sola. Y, naturalmente, menos, si vive acompañada. Con este presupuesto, esas personas tienen que cubrir todas sus necesidades: vivienda, alimentación, ropa, educación de los hijos e hijas, salud, energía, ocio y otras.
Un 26,4% de la población española, es decir 12,5 millones de personas, se encuentra en situación cierta o en riesgo de pobreza. Un tercio de esas personas, 4,5 millones, sufren la pobreza severa, lo cual significa que de forma constante deben elegir, entre alimentos y calefacción, ropa o medicamentos. Muchos de ellos, simplemente no pueden elegir, sino que deben conformarse con lo que les dan en los centros de acogida.
El derecho al agua, además de ser reconocido debe ser regulado. Debe permitir el acceso en condiciones de dignidad -de ahí el concepto de mínimo vital-, y de equidad colectiva, es decir no debe confundirse con la barra libre y debe ser compatible con la medición del consumo y el reconocimiento de su coste
El perfil de la pobreza en España desmonta muchos estereotipos: el nivel educativo de ese colectivo es medio e incluso alto, con vivienda, y muchos de ellos trabajan, es decir su pobreza no se relaciona con la falta de empleo remunerado. Por otra parte, Cáritas Española y la fundación FOESSA han observado que sólo el 18,6% de los solicitantes del Ingreso Mínimo Vital lo están cobrando o, al menos, lo tienen concedido. Al 48,6% les ha sido denegado.[1]
Entre los derechos humanos esenciales, está el derecho al agua entendido como el deber del Estado de asegurar el abastecimiento de agua y el saneamiento en todo el territorio. Esa cuestión fue ratificada por las Naciones Unidas en su Resolución 64/292 que reconocía explícitamente esos derechos para todo el mundo.
Las confusiones vinieron a partir de aquí: en muchos países el agua es un servicio privado al igual que la energía o las comunicaciones. En España, el agua es un servicio público de titularidad municipal y por tanto no debería ser necesaria una legislación específica para su reconocimiento, bastaría un acuerdo de las administraciones municipales ayudadas quizá por las administraciones superiores. Tan solo hay que establecer, desde la administración competente, que esas son las reglas del juego y regularlo de forma adecuada.
En realidad, muchos ayuntamientos han reconocido y aplicado el derecho al agua y han actuado en consecuencia mediante tarifas sociales u otros tipos de instrumentos.
No obstante, la confusión permanece, pues en algunas zonas la intervención de algunos operadores privados y la pasividad de las administraciones del lugar han convertido ese derecho en una gracia del operador, que así lava su imagen y fideliza voluntades, a pesar de que financia esa operación con cargo a las tarifas o a ventajas fiscales. Es decir, donde eso ocurre, la pasividad de algunos permite que entre todos financiemos campañas de imagen que nada tienen que ver con los derechos ciudadanos.
El derecho al agua, además de ser reconocido debe ser regulado. Debe permitir el acceso en condiciones de dignidad -de ahí el concepto de mínimo vital-, y de equidad colectiva, es decir no debe confundirse con la barra libre y debe ser compatible con la medición del consumo y el reconocimiento de su coste.
Los reglamentos de servicio deben regular el derecho, los mecanismos de acceso a él, la forma de ejercerlo, ya sea a través de los servicios sociales municipales u otros. También debe evaluarse su coste y la forma de financiarlo en el marco de una política de transparencia informativa.
Una sociedad inclusiva es aquella que reconoce derechos y obligaciones, y establece los mecanismos para ejercerlos y para el rendimiento de cuentas de las actitudes de las instituciones y de los ciudadanos.
[1] Sociedad expulsada y derecho a ingresos. Análisis y Perspectivas 2021