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Érase una vez...

  • Érase vez...

Érase una vez un país en el que algunas empresas privadas velaban por el correcto cumplimento de la legislación en materia de contratación de servicios públicos.

Su ascendiente era tan grande que no se limitaban a administrar sus contratos según su propio criterio, sino que se permitían advertir a los responsables públicos sobre los riesgos en que podían incurrir por interpretar la ley por su cuenta.

Su convencimiento sobre el papel que debían ejercer era pétreo: no podían concebir que otro les llevara la contraria. No podían imaginar que su actitud creara rechazo, ni mucho menos que lo alimentara. Incluso se mostraban sorprendidos si alguien les advertía de ello.

Las herramientas usadas para ser convincentes evolucionaron con el tiempo. Años atrás, supieron ganarse la confianza de muchos decisores públicos: ofrecieron financiación a unos entes locales permanentemente depauperados, a la vez que sus servicios jurídicos ofrecían pliegos de condiciones ajustados a las necesidades planteadas, que resolvían -de forma legal y en beneficio mutuo- el siempre farragoso trámite de la licitación. Coste jurídico, cero.

No te preocupes, alcalde, nosotros te lo resolvemos. ¡Qué chollo!, se dijeron algunos, me financian y encima me resuelven un problema siempre impopular, pues el precio del agua es algo muy sensible y es mejor tener a alguien que haga de malo cuando no hay más remedio.

Llegó un día en que los ciudadanos preguntaron al alcalde: ¿Por qué el agua tiene el precio que tiene? Ahí se constató, con sonrojo, que su conocimiento era nulo: se había confiado tanto que incluso el operador privado del servicio se extrañó cuando se le pidieron explicaciones. Las respuestas, evasivas y opacas al principio, fueron seguidas de manifiesta desobediencia. No sólo eso, sino que a medida que se acababan los contratos, ellos seguían ahí, con espíritu de servicio, como si les fuera el alma. Era su mercado y a él se debían.

Se fue sabiendo que, en previsión de tiempos peores, esos operadores habían desarrollado algunas herramientas. Por ejemplo:

-En épocas más inocentes, ya se confeccionaban dossiers con los historiales de alcaldes y personas significativas, no tanto con intenciones más penetrantes, como pasó después, sino para saber de sus aficiones y carácter, y conocer mejor cómo enfocarles la estrategia comercial que permitiera entrar en aquel municipio.

-Más tarde, se practicó el seguimiento de líderes y personas relacionadas con la recuperación de la iniciativa local en el gobierno de sus servicios públicos (había muchos aprendices de Villarejo en acción, y no les faltaban encargos).

-Presión sobre funcionarios: llamadas, mensajes, recursos contra actuaciones.

-Faltas de respeto, intimidaciones, y en ocasiones agresiones verbales.

No vamos a hablar de los casos de corrupción que se detectaron, algunos de los cuales ya quedaron sentenciados; ni tampoco de los cambios de marca empresarial, para crear distancia con los hechos probados.

En ese país, y a través de determinadas fundaciones, se aportaban fondos a grupos políticos que podían ser decisivos en adjudicaciones importantes. Se hizo una considerable inversión en publicidad, en medios de comunicación con los que difundir sus mensajes, y en subvenciones a entidades públicas y privadas.

Y, no obstante, con criterio estricto y malla fina, los mismos actores denunciaban al juez las escasas subvenciones públicas a entidades que denunciaban, de forma poco conveniente, determinadas prácticas del sector privado y, por si fuera poco, se declaraban partidarias del control público de las concesiones (e incluso algunos, en el colmo de la osadía, pregonaban la gestión pública).

No contentos, intentaron -y en ocasiones consiguieron- influir en la acción legislativa. Así resultó que, por ley, la gestión pública fue sospechosa de ineficiente y se proclamó la discriminación positiva de la gestión privada en relación a la pública. No servía de nada comprobar que, donde se había cambiado la gestión privada por la pública, el mismo esfuerzo económico daba para más cosas (evidencia comprensible, puesto que no se distribuían dividendos ni se gastaba en publicidad, ni tampoco en abogados más que para defenderse de los ataques del “controler” privado). No bastaba la teórica soberanía municipal. No bastaba saber que en materia de servicios públicos estaba lejos de demostrarse que la iniciativa privada es ventajosa. En el mundo al revés, las cosas suceden de otro modo.

Dieron cursos a algunos decisores públicos para facilitar la adecuación de su práctica profesional conforme al mundo que iban modelando. Consiguieron que la autoridad de la competencia ignorara los mercados cautivos y opacos creados por el sector, y fuera la autoridad local la obligada a demostrar que es más eficiente que aquellos que nunca habían demostrado eficiencia. Así, un servicio público esencial como el agua, quedó asimilado a un mercado tan competitivo como la venta de electrodomésticos. No había ni que comprobar la proporción del mercado privado que nunca había sido sometida a prueba de competitividad. No podía concebirse que el mercado y/o esos operadores no fueran competitivos. Quien manda, manda.

La creación de ese marco mental dificultó la cooperación de las administraciones superiores con la depauperada administración local, que no sólo administraba su ínfima porción de presupuestos públicos con mayor eficiencia que las del Estado y las intermedias, sino que tenía severamente limitada la capacidad de endeudamiento (que era la puerta real por la que entraban los operadores privados).

De modo que los municipios, desprovistos de capacidad financiera y sospechosos de malgastar recursos, se vieron obligados a ceder sus servicios a empresas privadas para que los gestionaran como sólo ellas sabían y la eficiencia que se les suponía.

Es sabido que equidad y legalidad no siempre coinciden, puesto que el marco de la legalidad siempre es inferior al de la ética, que es la que debería interpretar la ley.

Años atrás, en ese país empezó a usarse la táctica que vino en llamarse filibusterismo, para retardar o impedir los acuerdos aprovechando cualquier oportunidad que ofreciera el procedimiento necesario para ello. Fue fácil: el cuerpo legislativo estaba preparado para facilitar cualquier interpretación restrictiva de la capacidad de decidir de los municipios y el poder judicial había recibido cursos sobre cómo interpretar el derecho en la materia.

En aquel país, la Justicia era un poder independiente al que le costaba zafarse del sesgo conservador. El resultado se podía observar por el cariz con que se amparaban o no determinadas actuaciones, o por ciertas decisiones que pudieran perjudicar a los grandes centros de poder económico.

Por otra parte, qué duda cabe de que los mejores despachos de abogados estaban abiertos a quien era capaz de pagar suculentas minutas, que luego formarían parte del escandallo de costes y serían recuperadas mediante el cobro de las tarifas del agua.

En ese clima de comprensión y cordialidad entre las partes, era natural que el sector privado se declarara partidario de la colaboración público privada como fórmula de gestión de los servicios públicos del agua: yo financio y tu apruebas las tarifas que yo te diga.

Hasta aquí, el cuento. Podía haber añadido más elementos a la fantasía. Pero deseo que el medio que me acoge lo publique para poderlo compartir con mis lectores. Cualquier parecido con la realidad debería ser pura coincidencia. Ojalá ese cuento no suceda nunca y se halle un terreno franco para la colaboración entre los sectores público y privado.

La democracia es el gobierno del interés público sobre la base de la voluntad popular. La esencia de la cuestión está en la igualdad de las personas y la primacía del interés público sobre el privado. Eso no es fácil. No lo fue nunca: el nacimiento de la democracia no impidió su convivencia con la esclavitud, ni la segregación de las mujeres, ni la influencia de los grupos de presión sobre el gobierno. En algunos aspectos se ha avanzado mucho. En otros, no tanto. En algunos, estamos como al principio.

Amartya Sen, Premio Nobel de Economía 1998 y reciente Premio Princesa de Asturias lo resume de forma magistral: la desigualdad y la asimetría del poder erosionan las ventajas de la democracia. Su idea de la justicia se refiere a lo que se hace, más que a lo que se tiene. Nada que ver con los que se aprovechan, incluso de la ley, para contradecir ese espíritu.