La formación de las ciudades en torno al desarrollo industrial produjo una separación conceptual entre dos realidades sociales, la urbana y la rural. O, si se quiere, entre dos conceptos abstractos: naturaleza, entendida como medio inalterado por la acción humana, y el entorno urbano-industrial entendido (y disculpen el palabro) como artificialeza.
Eso ocurrió con especial intensidad en el siglo XIX, al albur de las concepciones románticas, en las que el individuo se descubría a sí mismo como agente social en los nuevos escenarios políticos en los que pugnaban liberales y colectivistas, conservadores y progresistas. Los ciudadanos que se asomaban al campo descubrían un mundo que les parecía inocente, puro y libre de conflictos. Con su sinfonía Pastoral, en 1808 Beethoven elevó esa percepción a la categoría de obra de arte.
Así se desarrollaron nuevas versiones de los mitos eternos, utopías y ucronías diversas. Entre ellas destaco dos que tuvieron especial intensidad en Europa: la búsqueda en las fuentes medievales del origen del sentimiento nacional y la visión del campo como la esencia de lo puro frente a la artificiosidad del hecho urbano. La pureza del origen y el paraíso perdido.
Más allá del mito urbano, lo cierto es que la población rural emigraba masivamente a las ciudades. La realidad contradecía al mito. Pero eso nunca se tuvo en cuenta. Nadie ha dicho que los mitos deben ser racionales, y la añoranza que los emigrados sentían de su lugar de origen más bien contribuía a reforzarlos.
La concentración urbana vino asociada a la prosperidad económica general, pero también a mayores desigualdades, desarraigo y conflictividad social. La organización del espacio urbano devino imprescindible para asegurar su viabilidad -pues es un espacio limitado en el que compiten muchos usos- y su salubridad, ya que la concentración humana incrementa el riesgo de aparición de problemas sanitarios.
Así, desde el punto de vista territorial, el siglo XX fue el de la ordenación urbanística de las ciudades. Desde ellas apareció, bajo diversas formas, el sentimiento conservacionista. Me gusta situar el inicio en 1962, con la novela Silent Spring de Raquel Carson, en la que imaginaba una primavera en la que, a causa de los pesticidas persistente (DDT, lindano) no habría insectos que dañaran las cosechas, pero tampoco pájaros insectívoros que se alimentan de ellos y nos deleitan con sus cantos. Carson conocía el campo, sabía de lo que hablaba, y sabía conectar con el lector urbano, propenso a mezclar nostalgia, elementos con base científica y sentimiento de culpa.
El intenso crecimiento urbano dejó de lado otros aspectos de la ordenación territorial e impidió mirar más allá. Ciertamente, la calificación del suelo rústico como no urbanizable era un indicio del aire expectante que se daba a ese suelo, del que se sugería que no tenía otros usos más interesantes. Eso equivalía a decir que los usos agrícolas y forestales eran provisionales, hasta el momento de su recalificación urbana (que era la que generaba plusvalías).
En el siglo XXI las cosas ya no son así. El suelo rústico o no urbano tiene presiones distintas y efectos globales. No podemos obviar la influencia sobre el incremento de la superficie boscosa del abandono agrario de terrenos más o menos marginales. Y, con él, el aumento de fuegos y el secuestro de agua por evapotranspiración. No podemos obviar la competencia entre los usos agrarios tradicionales y la implantación de fuentes de energía renovable. Tampoco la puja por disponer de terrenos para asegurar la suficiencia alimentaria de las naciones.
Tampoco se puede obviar el decremento de disponibilidad de agua, debido al cambio climático que modifica los patrones de distribución de agua en la atmósfera, a la mayor evapotranspiración de la superficie boscosa, o al simple aumento de la temperatura.
Esos conflictos vienen condicionados por las presiones conservacionistas, en parte comprensibles y objetivables, pero también influidas por los mitos románticos antes aludidos. La falta histórica de comunicación entre las culturas urbana y rural tampoco ha ayudado a un enfoque realista.
También vienen condicionados por las trasferencias de renta al mundo agrario, que suponen un tercio del presupuesto de la Unión Europea y los distintos programas nacionales y autonómicos. Las transferencias existen, pero están mal repartidas y probablemente mal diseñadas.
Todo ello requiere un esfuerzo de conceptualización de la política territorial donde hasta el momento solo había política urbanística. Los usos agrarios, energéticos y conservacionistas compiten sin un marco de referencia. La ordenación territorial requiere definir usos y técnicas de reparcelación equitativas análogas a las urbanas, en el bien entendido que el contexto es distinto, pues algunas de las plusvalías no dependen estrictamente del valor de cambio del suelo sino de su valor de uso. Y de que algunos de los usos deben medir el beneficio social por encima del beneficio privado que pudieran tener.
En esas circunstancias deben considerarse los conceptos naturaleza y medio ambiente. La RAE nos dice que medio ambiente es el conjunto de circunstancias exteriores a un ser vivo, mientras que naturaleza es el medio físico en el que coexisten los seres vivos y los inertes al margen de la vida urbana. Así, el concepto naturaleza supone una elevación del ámbito clásico en el que se desenvuelve la administración ambiental.
Hay iniciativas en marcha que, antes de definir esa política territorial, pretenden la organización administrativa del poder y otorgar certificados de buena conducta en la materia. Me parece un peligro cuando lo que se observa es una permanente improvisación para afrontar los conflictos que surgen en ese territorio “natural”, que para la administración resulta tan extraño como el territorio apache.