Hace más de 100 años que Joaquín Costa formuló la propuesta básica del regeneracionismo español: escuela y despensa. Era una reacción sana contra lo que él llamó el gobierno de los peores y los desastres que condujeron a la postración de España. Es bueno recordar:
«En el Gobierno hay impotencia; en las Cortes, ambición y falta de patriotismo; en las clases altas miedo y en las bajas mucha hambre; la república forcejea y la monarquía actúa de forma vergonzante; el comercio y la industria están postergados y sólo sube de un modo pasmoso el presupuesto general de gasto; aumentan los vicios del pueblo; se quedan desiertos los campos y se pueblan de pretendientes los ministerios. Cuánta miseria, cuánta ignorancia, cuánto egoísmo»
Costa trabajó para que los regadíos fueran una política de Estado que potenciara la producción agraria. Ese impulso y el reciente desarrollo de la electricidad hidráulica movieron a la creación de las confederaciones hidrográficas, que todavía siguen ahí, más pendientes de su ya próximo centenario que de mirar al futuro para afrontar los retos actuales del agua.
1985 fue un año clave en el que la Ley de Aguas proclamó la unidad del ciclo hidrológico. El punto 2 del artículo 1 lo resume así: “Las aguas continentales y superficiales, así como las subterráneas renovables, integradas todas ellas en el ciclo hidrológico, constituyen un recurso unitario, subordinado al interés general, que forma parte del dominio público estatal como dominio público hidráulico”.
La trascendencia del concepto es enorme. Debe considerarse que hasta entonces sólo se consideraban públicas las aguas superficiales, de modo que la infiltración del agua al subsuelo tenía el efecto mágico de alterar su condición: mientras no se infiltraban era públicas; después, pertenecían al que las alumbraba.
Aquí se acabó todo. En más de 30 años hemos asistido a intentos frustrados de replanteo hidráulico, a la desidia con la que se contempló la elaboración de la Directiva Marco –que finalmente nació bajo el signo de los países nórdicos de la UE ricos en agua e ignorante de los problemas del sur de Europa - y a los repetidos incumplimientos de la Directiva Marco de los que tenemos noticias recientes.
Es necesario tener una política de Estado para el agua. Pero, como ya denunciaba Joaquín Costa, la desidia gubernamental ha alimentado el crecimiento de los enanos. El agua, recurso público por excelencia, ha resultado privatizada de hecho por la falta de un marco sólido desde el que defender los intereses de los diferentes sectores sin olvidar el interés público. Así, el agua se considera propia por muchas comunidades de regantes, por empresas que especulan con las concesiones de agua urbana, por entidades ecologistas que pugnan por imponer su criterio, no por respetable menos sectorial, por diversos territorios. Las tensiones en el Tajo-Segura o las acciones bajo el signo “lo riu és nostre” en el Ebro son ejemplos especialmente clamorosos del reflujo perverso de esa falta de política de Estado.
De modo que no necesitamos una nueva política para el agua. Simplemente, necesitamos una política del agua. Hoy, no la hay. No sólo lo demuestran las sanciones por incumplimiento que nos impone Europa.
La realidad del país es muy distinta de la que conoció Costa. La despensa está mucho más asegurada que la escuela y el peso demográfico y económico está en las ciudades. Aunque la producción agraria tiene carácter estratégico, su contribución al PIB es pequeña y el valor añadido de cada metro cúbico es menor que en otras actividades.
El ciclo hidrológico está evolucionando al compás del cambio climático, de manera que nieva menos y los episodios de lluvias torrenciales son más frecuentes. También aumentó la superficie impermeabilizada por asfalto. Las consecuencias son claras: el agua circula más rápidamente, lo cual significa que a igual lluvia, menos recarga, más erosión y más inundaciones.
La tecnología permite usos eficientes, tratamientos y reutilización, es decir, corregir la mayor velocidad del ciclo natural, mediante la gestión adecuada de cada gota antes de que regrese al mar.
La introducción de tecnología suele venir asociada a una mayor intensidad energética. La consideración de esos costes energéticos es básica para determinar la viabilidad de cada proyecto. En ese campo, la evolución de las energías renovables y sus costes asociados permite contemplar el futuro con esperanza.
Pero además, una política del agua requiere el establecimiento de una política económico fiscal que asigne correctamente los costes en función de las prioridades que establezca democráticamente el Estado, ya sea considerando el valor añadido asociado al uso del agua, ya las garantías básicas del derecho humano al agua, ya las políticas de protección ambiental que determine el interés general.
Los elementos para un Plan Nacional de Depuración, Saneamiento, Eficiencia, Ahorro y Reutilización que anunció la ministra Ribera van en esa dirección. No es todo pero es suficiente para ver si esta vez tenemos, al cabo de tantos años, un horizonte político para el agua que permita encajar intereses y sensibilidades y encarar el futuro con esperanza. Esperemos que tenga tiempo y acierto.