Venimos de una época en la que el agua se daba por supuesta y lo único que había que hacer era almacenarla y trasladarla donde hiciera falta. Las grandes obras hidráulicas, desde los acueductos romanos y las acequias árabes, fueron eso, procedimientos para llevar el agua donde estaba la gente y la actividad económica. Así ha sido a lo largo de la historia.
La aparición del factor ambiental en el debate público introdujo nuevos conceptos: en primer lugar, el reconocimiento del valor y la conservación de los espacios húmedos. Hay que recordar que, hasta entonces, los humedales habían sido vistos como fuente de insalubridad y la tendencia era a desecarlos y convertirlos en zonas de producción agrícola.
El debate ambiental introdujo también la cuestión de los límites, la conciencia de que los recursos son finitos y hay que administrarlos con prudencia: usar lo estrictamente necesario y no contaminar. En el caso del agua, ese debate ha sido muy ideológico debido a que la exigencia conservacionista ha reducido por norma los caudales de agua teóricamente disponibles. No toda el agua disponible se puede usar y en ciertos sectores se percibe la protección ambiental como un competidor.
Por otra parte, la consideración del agua como un factor higiénico esencial ha impuesto el control público de las tarifas, hecho que ha venido subrayado por el reconocimiento progresivo del derecho universal al agua. Por ese motivo apenas se ha usado la economía como elemento disuasivo de su consumo.
En todo caso, la conciencia de que el agua es un recurso limitado cuya escasez viene acentuada por el cambio climático ya es generalizada. La reciente sequía plurianual sufrida en el Mediterráneo ha subrayado esa percepción.
Pero hay más novedades. La población aumenta. Sólo en Catalunya hemos pasado de 6 a 8 millones en 30 años. Si se consideran dotaciones de 200 litros por habitante y día, eso significan 71 Hm³ anuales de agua por cada millón de habitantes, es decir, necesitamos 142 Hm³ más de agua para tener la misma disponibilidad de agua urbana que 30 años antes.
También se puede constatar el esfuerzo de reducción del consumo doméstico en las últimas décadas, que el ACA ha estimado en 120 Hm³ anuales. Es decir, la reducción de la demanda per cápita ha compensado el aumento global de necesidades básicas.
No vamos a insistir en la reducción de recursos disponibles a causa de las alteraciones de la dinámica natural del ciclo de agua: menos lluvia, más bosques, mayor evaporación.
En esas condiciones, cabe preguntarse ¿qué sentido tienen los debates tradicionales en los que el ecologismo propone soluciones estrictamente basadas en la contención de la demanda?
Las nuevas condiciones del ciclo del agua y de la demografía parecen exigir un análisis actualizado de la situación. No encaja con la realidad actual repetir el argumento que en su momento pudo esgrimirse contra el trasvase del Ródano.
La oferta de agua debe ser la necesaria para que el país funcione en sus tres vertientes: social, económica y ambiental. Es una pena que la perspectiva ecologista sea unidimensional y tienda a infravalorar la economía y la realidad social.
Y, no obstante, esas dimensiones infravaloradas son las que explican la existencia del ecologismo como movimiento urbano. Su perspectiva urbana le proporciona una visión idealizada del campo, heredera del romanticismo e ignorante de las dinámicas sociales y económicas que allí se dan. Recientemente, hemos podido leer que no podemos permitirnos el lujo de perder esos campos espectaculares de amapolas que nos regala el inicio del verano y que se agotan deprisa en su belleza.[1] Difícil encontrar un mejor resumen de la contradicción entre dos visiones del campo, la de los que viven de él y los que lo contemplan como paisaje.
Además, la tradición judeocristiana de nuestra cultura permite al ecologismo inocular sentimientos de culpa en algunos sectores de nuestra sociedad.
Me encantaría que quien dice que hay que ajustar la demanda de agua se dé una vuelta por el Priorat y les proponga su receta. Esa comarca siempre fue pobre, y ahora tiene una oportunidad -por cierto, una oportunidad triple, económica, demográfica y ambiental- con la viña, el olivo, el almendro, la avellana y un cierto turismo respetuoso. ¿Hay que decirles que se ajusten a lo que hay cuando a escasos kilómetros tienen un magnífico Ebro que les podría ayudar? Algo parecido sucede en otras comarcas que nunca disfrutaron de mucha agua.
Cataluña utiliza 3.200 Hm³ de agua de los 10.000 que circulan por ella en un año medio. Ciertamente, hay agua suficiente y no sería necesario desalar ni contemplar tantos ríos secos, si estuviera bien repartida. Pero los consensos sociales y políticos, hasta el momento, no han avalado esa posibilidad. La alternativa ha sido ampliar la desalación de agua hasta un 5% de ese consumo -o menos de un 2% del agua que circula por el territorio- para atender debidamente las zonas más tensionadas por la falta de agua.
Me parece que necesitamos una sensibilidad ambiental que piense en el país real y en las diferentes formas en que el desarrollo social y económico puedan impulsar un modelo de respeto al medio del que todos podamos sentirnos orgullosos.
Redistribución, equilibrio, equidad. Son conceptos que, aplicados a la fiscalidad y las políticas sociales, poca gente discute. ¿Por qué no aplicarlos a las políticas de agua?
La tecnología permite complementar el agua procedente del ciclo natural con la regeneración de aguas usadas, al igual que promovemos el reciclaje de materiales residuales. Esa técnica y la desalación son exigentes en energía, pero el sol provee de una fuente difícilmente agotable, autónoma, desconcentrada y cada vez más barata.
Distribución significa establecer mecanismos básicos para que en ningún caso falte un mínimo de agua. La interconexión de redes debería ser el seguro hidráulico básico del que todos los territorios deberían disponer. Hablamos de eso cuando proponemos que el agua sea una garantía para todos, personas, economía y medioambiente. El agua está ahí, hay que pensar en cómo la usamos en el triple beneficio deseado y sin más apriorismos. Podemos y debemos evitar la repetición de la plaga bíblica de las vacas flacas. Porque el agua, es vida.
[1] Las flores en el arte: no dar nunca una rosa por hecha. Estrella de Diego. El País, 30 de agosto de 2024.