Algún día habrá que hablar con mayor claridad de las contradicciones entre las políticas del agua. Las de mayor calado histórico empezaron en los albores del siglo XIX cuando las guerras napoleónicas y las de independencia de las colonias americanas agudizaron las necesidades de la hacienda real: se paralizaron importantes obras públicas como el canal de Castilla y el agua - hasta entonces patrimonio real- fue objeto de concesiones que en algunas zonas más proclives a la iniciativa emprendedora iniciaron el camino del regadío y la industrialización del país.
Esa política, estrictamente relacionada con la hacienda pública, se convirtió en política de fomento a raíz de las iniciativas reformadoras de Joaquín Costa, orientadas a la transformación de secanos en regadíos y, con ello, calmar el hambre de la población rural y limitar su migración masiva a las ciudades. Las Confederaciones Hidrográficas fueron, en su momento, la plasmación madura de esa iniciativa a la vez que instrumento de la producción de energía hidroeléctrica a gran escala, esencial para la industrialización del país.
No importaba que los ríos llegaran al mar, no se imaginaban los efectos de la contaminación o del agotamiento de caudales. El agua estaba allí para ser aprovechada y a eso vino la legislación producida desde el último tercio del siglo XIX hasta época muy reciente. Se perfeccionaron los instrumentos de concesión, pero circunscritos a las aguas superficiales. Nadie imaginaba que las aguas subterráneas pudieran ser un gran recurso, pues su extracción se hacía a sangre o, a lo sumo, mediante costosos mecanismos de bombeo movidos por el vapor producido mediante el carbón.
La electrificación lo cambió todo. Y de modo más general, la motorización del campo. Desaparecieron los pocos burros que quedaban atados a una noria y el agua subterránea quedó al alcance de cualquiera que tuviera una bomba.
Para todo aquel que tuviera agua bajo sus pies, ya no eran necesarios complejos sistemas de planificación ni costosas obras públicas. No importaba la profundidad. Basta una perforación y una bomba y el agua se transformó en dinero. No hay que ir a los mares de plástico de Andalucía para comprenderlo. Eso pasó en todas partes y muchos ríos se secaron, convertidos en fruta, hortalizas y forrajes en virtud de las tecnologías y las energías disponibles.
El valor añadido del producto quedaba asegurado, y más con la entrada de España en las comunidades europeas. Siempre me ha parecido de alto valor simbólico que esa entrada se produjera a principio de 1986, justo el año siguiente de la aprobación de la Ley 29/1985 de Aguas en la que se incorporaba, por fin, el agua subterránea al acervo del dominio público, y que, matizada por las directivas europeas, es la base de nuestra legislación hidráulica actual.
Además de contemplar el ciclo completo del agua, dicha ley explicita los principios a los que se someterá el ejercicio de las funciones del Estado en materia de aguas. El artículo 13 reza así:
- Unidad de gestión, tratamiento integral, economía del agua, desconcentración, descentralización, coordinación, eficacia y participación de los usuarios.
- Respeto de la unidad de la cuenca hidrográfica, de los sistemas hidráulicos y del ciclo hidrológico.
- Compatibilidad de la gestión pública del agua con la ordenación del territorio, la conservación y protección del medio ambiente y la restauración de la naturaleza.
¿Qué resultados se han obtenido? ¿Cómo se han adaptado las políticas tradicionales a los nuevos retos y las nuevas sensibilidades?
Sin duda muy distintos según el ámbito. La conciencia ambiental nació en las ciudades y, fue convenientemente estimulada por el movimiento ecologista, que usó argumentos de carácter científico en un inteligente combinado de miedo sanitario, sentido de culpa, y efecto mediático. Ello permitió alcanzar dos objetivos importantes de la política de agua: la conciencia de que hay que ahorrar agua y la disposición a pagar para proteger el medio ambiente.
Nada de eso alcanzó a los grandes usuarios del agua. La agricultura fue y sigue siendo productivista. La gran consumidora de agua no comparte miedo, culpa o argumentos científicos, y es relativamente inmune al efecto mediático. De vez en cuando surgen noticias como la desecación de las tablas de Daimiel o la sobreexplotación de Doñana, que demuestran las contradicciones e insuficiencias de la política del agua. Esas cuestiones alternadas con la insistencia reiterada de determinados trasvases para los que la tecnología, en la mayoría de los casos, ya dispone de alternativas.
El debate eterno sobre el agua agrícola se tiñe y ofusca en escenarios en los que unos hablan de ideología y otros de intereses. Aquí no se muestra disposición a pagar ni conciencia ambiental. Y la aplicación de tecnologías de ahorro de agua no se usa en sentido absoluto sino relativo: para que el agua disponible –toda- permita obtener mayores cosechas.
Durante años la política hidráulica respetó esa dualidad e incluso se proyectó la imagen del agricultor como protector del medio ambiente y el paisaje. La agricultura y la ganadería parecían ajenas a los problemas ambientales, como si no consumieran agua y no contaminaran. Mientras tanto, los cánones del agua han caído como granizo sobre los usos urbanos.
Los últimos acontecimientos sugieren que la conservación y supervivencia de nuestros ecosistemas acuáticos exigen, por fin, políticas en las que cada palo aguante su vela y que se ponga fin a la tolerancia con el uso ilegal del agua.