Estamos asistiendo al final de la política. Los debates de ideas han sido sustituidos por debates reputacionales, de manera que no se habla de propuestas para resolver los problemas de la sociedad sino de la credibilidad o la autoridad que un dirigente tiene para hacer propuestas.
Claro que para llegar hasta aquí se ha debido recorrer un largo trecho en el que hemos transcurrido por situaciones poco edificantes y en, algunos casos, sancionadas por los jueces. El pim pam pum es la capa que todo lo tapa.
El caso es que la reputación está de moda y las redes sociales contribuyen a difundir cualquier cosa con mayor velocidad de la que se requiere para su verificación. Se sustituye la investigación por la rápida difusión de sensaciones. Se trata de hace ruido cerca del río para que, aproximando al refrán, suene como si llevara agua. Siempre queda algo, aunque sea sólo una duda.
La reputación ha entrado de lleno en los planteamientos estratégicos del mundo empresarial. Es un activo inmaterial que en tiempos de globalización y redes sociales sustituye el contacto con el cliente, en especial en las grandes corporaciones. Lo que se valoraba en tiempos pasados era el trato directo o el conocimiento de la marca. Actualmente cada vez hay más empresas que valoran la reputación como un elemento clave para sus estrategias de implantación y crecimiento futuro: el conocimiento de una marca debe ir acompañado de valores.
La conflictividad observada en el mundo del agua ha puesto sobre la mesa, también en el sector, la cuestión reputacional. Es claro que los conflictos se han disparado no sólo entre las empresas privadas y las administraciones públicas titulares de los servicios que les contratan sino entre las propias empresas del sector. La conflictividad expresa la dificultad de adaptación desde un entorno tradicionalmente amable y regulado con cierta laxitud a otro en el que las cosas se van poniendo en su sitio. Si el que sufre el conflicto resiste, se crea una nueva relación. La crisis ha exigido mayor rigor a las administraciones y eso ha incrementado, en general, las exigencias regulatorias hacia las empresas contratistas.
No lo aceptan fácilmente. Algunas de las empresas del sector han tenido una doble respuesta. A la vez que se incrementaba la conflictividad –y el gasto que conlleva, no sólo para aquel que opta por la vía del conflicto sino para el que se ve arrastrado a él-, se aumentaban los gastos en creación de imagen. Las fundaciones relacionadas con las empresas -y que por la vía del beneficio fiscal se nutren de sus resultados- han multiplicado sus iniciativas en forma de bonificaciones sociales, publicidad, subvenciones a entidades ciudadanas, y otras formas de presencia pública y creación de imagen. En palabras de Gabriel Caldes, “Algunas empresas sanitarias orientan su encantamiento o seducción al consumidor con obtener certificaciones de calidad, técnicas o sociales o resaltar logros, premios, nominaciones y reconocimiento que hayan obtenido frente a terceros o resultados en su gestión eficiente de lo técnico o económico o en su RSE, Estas manifestaciones que sin duda son necesarias, tienen una característica autoreferente y perversa, son beneficios y logros de la empresa y para la empresa no necesariamente del cliente y para el cliente.” [1]
Por otra parte, su injerencia en los asuntos públicos puede llegar hasta la oposición judicial y mediática a iniciativas propias de la administración y que en tanto que contratistas, no deberían incumbirles. Ese fue el caso de la consulta ciudadana planteada por el ayuntamiento de Barcelona sobre el futuro de la gestión del agua. Son tics del pasado, que confunden la condición de ciudadano con la de cliente. Y que demuestran hasta qué punto se ha tomado como derecho lo que no fue sino circunstancia cómoda.
Caldes explica que “la reputación es la opinión que tienen la comunidad o los consumidores de la empresa y del servicio, en consecuencia, se genera desde la emocionalidad del consumidor y se compone, según el Reputation Institute, de conceptos como la admiración, respeto, confianza, buena impresión y la estima que tiene la ciudadanía de la empresa.
Actualmente, frente a los cambios sociales y las nuevas exigencias del entorno, el planteamiento anterior no es sostenible, por el contrario, las empresas de agua potable y saneamiento, tanto del Estado y sobre todo aquellas que son operadas o de propiedad de privados, requieren de la legitimización social de la comunidad y una de las forma de obtenerla (si no la más importante) es lo reputacional.”
Las inversiones en imagen pueden responder al deseo de mostrar la propia belleza o al de disimular aspectos menos presentables.
Ahora bien, la reputación no se gana en el corto espacio de un tweet ni en el tiempo de una campaña de imagen. En los servicios públicos la relación es constante y todos acaban por conocerse. Es lo mismo que sucede en las relaciones entre padres e hijos, los hijos atienden más a lo que observan que a lo que les dicen. No siempre es posible mantener bolsas de silencio basadas en la contradicción o el temor.
Pues bien, ¿por qué no invertir en transparencia y cooperación pública? Es más barato y lo que los ciudadanos esperan. Y la reputación se alcanza merecidamente. El paso del tiempo suele poner las cosas en su sitio, pues arrieros somos y por el camino andamos.
[1] Reputación, agua potable y saneamiento. Gabriel Caldes, Iagua