Cataluña atraviesa uno de los períodos secos más graves de la historia reciente. Los ciudadanos y los medios de comunicación se preguntan si la administración hidráulica ha hecho lo suficiente para prevenir los efectos de tal situación. Los campesinos preguntan de cuanta agua van a disponer el próximo verano para planificar sus cosechas, como si esa fuera una decisión administrativa que se puede resolver con una promesa. Como en otras ocasiones, en algunos lugares han empezado las rogativas al cielo.
Algún día lloverá y quizá otro día suframos inundaciones, pero ahora lo que hay es lo que hay. Tenemos operativas las garantías que posteriormente a crisis anteriores se pusieron a funcionar. Los embalses que Franco construyó en los años 40 y 50, alguno más reciente, el trasvase del Ter a Barcelona a finales de los 60, el minitrasvase del Ebro a Tarragona al principio de los 80, la creación de Aigües Ter Llobregat en la crisis de 1990, el parque de depuradoras de aguas residuales de las últimas décadas - que ahora empiezan a permitir el uso de aguas regeneradas- y las dos desaladoras que se activaron ya en el siglo XXI.
Lo que en cada ocasión pareció suficiente nunca bastó para resolver la siguiente crisis. Como si el discurso del cambio climático que, más allá de las ocultaciones de Exxon, ya tiene 3 décadas de divulgación científica y debate mediático, se hubiera quedado en el terreno de la retórica ecologista y no hubiera trascendido a los programas de acción institucional.
No voy a criticar las necesarias urgencias y limitaciones con que se afronta la presente crisis. Cuando hay que apechugar, se hace lo que se puede con lo que se tiene. Los que ahora mandan, y los que lo han hecho antes. Sí que me parece que la atención mediática sobre el agua puede servir para una reflexión más de fondo sobre nuestro modelo de gestión del agua.
Lo que en cada ocasión pareció suficiente nunca bastó para resolver la siguiente crisis
En primer lugar, quiero referirme a la palabra al uso, sequía. En nuestro inconsciente seguimos pensando en la lluvia como remedio absoluto en un país en el que siempre fue un meteoro irregular del que no se podían esperar grandes seguridades. A la hora de la verdad, hablar de sequía denota que nunca creímos que la cosa fuera en serio -tenemos menos lluvia y más irregular- y que las aplicaciones tecnológicas para afrontar el futuro son insuficientes. Siempre nos acaba pillando el toro.
En segundo lugar, señalar algunas asimetrías que desde hace décadas lastran la eficacia del modelo de gestión del agua en Cataluña:
- La asimetría territorial. La Generalitat de Catalunya tiene competencias exclusivas en las cuencas internas, pero compartidas en la parte catalana de la cuenca del Ebro, pues es intercomunitaria. Esa es una cuestión estructural, con la que hay y habrá que contar.
- La asimetría de usos del agua. El 70% del agua se destina a usos agropecuarios -en la parte catalana del Ebro el porcentaje asciende al 80%, mientras que en las cuencas internas es del orden del 50%. Esa asimetría viene reforzada por su relación con la administración catalana. La Agencia Catalana de l’Aigua se ha dedicado especialmente a los usos urbanos, industriales y ambientales, mientras que los regadíos han sido gestionados por los sucesivos departamentos de agricultura de los gobiernos de la Generalitat. La relación económica y de planificación ha sido escasa: el ACA ha aportado poca inversión a esos usos y el sector se ha visto tratado con deferencia en relación a los usos urbanos, pues las cargas fiscales asociadas a los usos agroganaderos han sido muy escasas. El actual gobierno es el primero que ha reunido en la misma consellería todos los usos del agua. La ocasión es única y merece un volantazo a fondo que unifique los criterios de gestión y permita repartir mejor las cargas y recuperar agua a cambio de inversiones en eficiencia.
- La cuestión de los trasvases. La doctrina oficial se ha acogido al antitransvasismo para tener paz con el Ebro. Durante décadas hemos oído discursos antitransvasistas de ecologistas y políticos que en su casa usaban agua del Ter transvasada a la región metropolitana de Barcelona. Oficialmente, se denominó Sistema Ter-Llobregat al conjunto de infraestructuras que trasvasa agua del Ter a las cuencas de la Cataluña central. El lenguaje es potente y elude las contradicciones. El pacto del Ter alcanzado en 2017, por el que se suavizaba el futuro del trasvase, mitigó, pero no resolvió la contradicción. En Cataluña, funcionan ese y otros trasvases menores, como el Siurana-Riudecanyes, que deben enmarcarse en una acción de gobierno coherente en la que nadie sienta que pierde en favor de otros. Esa idea ya fue emitida en 1935 por Victorià Muñoz Oms en su proyecto de planificación hidráulica de Cataluña que malogró la guerra civil.
El concepto de garantía asociado al agua supone que las obligaciones contraídas o los derechos reconocidos se pueden satisfacer en las peores circunstancias previsibles. No es el caso, especialmente para la agricultura, en la que los caudales concedidos lo son en la medida en que estén disponibles. ¿Cómo se puede planificar una actividad cuya primera materia no está asegurada? Así hemos vivido tanto tiempo, pero obviamente ese no puede ser el futuro. Tampoco puede serlo la perpetua queja por las circunstancias que afectan a la producción agraria, sean del tipo que sea.
Finalmente, quiero subrayar que cada crisis muestra que el valor del agua es muy superior a su coste y que, en general, ese coste es superior a su precio. Una de las incongruencias a resolver tiene que ver con eso. No tiene sentido que se subvencione un recurso escaso como el agua, tampoco lo tiene que en los mercados cerrados que suponen las concesiones de agua se obtengan beneficios poco razonables vinculados a su gestión.
Hay mucho que hacer para diseñar un futuro razonable en el que el agua no genere sobresaltos.