Desde 2008 España sufre una grave crisis. El pinchazo de la burbuja inmobiliaria coincidió con la crisis global. Quedan cicatrices: elevado desempleo y una crisis fiscal con elevada deuda y déficit público.
Reducir el desempleo es prioritario pero hay otros retos que no reciben la atención merecida. Uno, crítico, es la gestión del agua. Por suerte, la sequía nos ha respetado durante la crisis; sabemos que volverá y si hay cortes de suministro en algunas zonas del país lamentaremos no haber hecho más para evitarlo. Culparemos a nuestros políticos; todos seremos responsables.
España es uno de los países sometidos a mayor estrés hídrico; el cambio climático acentuará el problema. El Levante español y las islas concentran la mayor inseguridad hídrica; son zonas semiáridas que en verano, por el turismo, cuadriplican su población.
El suministro es un problema pero sobre todo está el tratamiento de aguas residuales. España vierte demasiada agua sin tratar. Es un problema ambiental pero también económico pues podemos acabar con la gallina de los huevos de oro.
Históricamente los problemas de escasez se han resuelto con hormigón. Nos inquieta que nuestros políticos gasten cientos de euros en viajes privados. Sin embargo, no analizamos con rigor la eficacia de trasvases que cuestan centenares de millones. Los economistas en las últimas décadas hemos participado activamente en un debate de solución compleja y que debe ser social, política y, desde el punto de vista científico, interdisciplinar.
Las perspectivas anticipan que el crecimiento de la clase media mundial continuará y, con él, la demanda turística. El proceso de urbanización seguirá su curso. En España la agricultura consume el 70% del agua y da el 3% del PIB y el empleo. No se trata de prohibir los regadíos; se trata de introducir racionalidad en la gestión de cuenca.
Invertimos en desaladoras, con buen criterio, pero hay aproximadamente 500 hm3 de capacidad instalada sin utilizar. Nos enfrentamos por ello a incumplimientos con nuestros socios europeos (que nos prestaron el dinero) y a más que probables sanciones.
Al mismo tiempo, sobreexplotamos acuíferos en cuencas del Mediterráneo en un volumen equivalente a 500 hm3. Bajo el criterio “el agua es de todos” cualquiera perfora, construye un pozo y extrae agua de manera ilegal. Si lo hace un ciudadano no pasa nada, si lo hacen decenas de miles tenemos un problema. Nos movilizamos contra el fracking que genera temblores o contamina suelos y aguas subterráneas. En cambio, permitimos la sobreexplotación de acuíferos, algo que intensificó el terremoto de Lorca, según afirman algunos expertos.
En el ciclo urbano del agua oscilamos entre el dogmatismo del consenso de Washington (“lo privado es mejor que lo público”) y el dogmatismo de la remunicipalización (“lo público es mejor que lo privado”). Los dogmas impiden pensar. Para un ayuntamiento endeudado y sometido a la disciplina de la regla de gasto, remunicipalizar puede llevar a acelerar (o cuando menos no prevenir) el deterioro de infraestructuras y condenar a sus vecinos a agua más escasa, de peor calidad y más cara en el futuro.
El agua es un bien que tiene un valor indudable pero que no siempre tiene precio. En muchos sentidos tiene características de bien público y la propiedad pública del recurso (su pertenencia al dominio público) no está en cuestión. Sin embargo, el agua de grifo se comporta como un bien privado con precio. El debate debe ser qué infraestructuras y qué precio son necesarios para garantizar la seguridad hídrica de modo equitativo, sostenible y eficiente.
La discusión sobre gestión pública o privada debe ser también de eficiencia y límites de deuda. Si hay ciudadanos en situación de pobreza (y los hay) garanticemos una renta que permita acceder al consumo de agua implícito en el derecho humano al agua. Pero, por favor, tengamos un debate serio sobre uno de los grandes retos que tiene por delante la sociedad española.
Con el agua no se juega.