El final del siglo XX y el inicio del siglo XXI se han caracterizado por un fenómeno imparable de urbanización del mundo, es decir del territorio y de sus gentes, lo que ha acelerado los principales indicadores tanto socio-económicos como planetarios. Desde la población mundial hasta el consumo de energía, pasando por las emisiones de dióxido de carbono o la deforestación, en las últimas décadas todo ha aumentado en proporción logarítmica. Esta explosión se ha dado sobretodo en países emergentes, donde el tránsito de sociedades prácticamente pre-industriales a unas realidades competitivas y dinámicas, con capacidad de influencia planetaria, ha sido vertiginoso. Un ejemplo paradigmático de ello sería la República Popular de China, que en escasamente tres décadas ha pasado de ser un país poco relevante en el panorama geopolítico internacional a convertirse en un gigante capaz de determinar el destino de los flujos de gran cantidad de materiales y de recursos mundiales, incluidos los recursos humanos.
En menos de un siglo, el mundo ha pasado de tener grandes ciudades a tener megápolis, la mayor parte de ellas en Asia. Según la información que aparece recopilada en Wikipedia sobre las principales áreas urbanas del mundo en cuanto a población, este ránking lo encabezan Tokyo-Yokohama (Japón, 37,8 millones de habitantes), Jakarta (Indonesia, 30,1), Delhi (India, 25,0), Manila (Filipinas, 24,1), Seúl (Corea del Sur, 23,5), Shanghai (China, 23,4), Karachi (Pakistán, 22,1) y Beijing (China, 21,0), mientras que Nueva York (Estados Unidos, 20,6), la única ciudad del mundo que en 1950 tenía más de 10 millones de habitantes, aparece hoy en día tan sólo en la novena posición.
La emergencia de las megápolis ha situado a la Humanidad en una nueva era, el Antropoceno. No es una era geológica al uso, como sí lo es el Holoceno, que era donde nos encontrábamos ubicados según los libros de texto con los que estudiábamos no hace tanto tiempo, sino que es el nombre con qué se designa a la era actual, en la cual los impactos generados por el hombre en la Tierra son medibles a escala planetaria. El Antropoceno es el resultado de la superpoblación y del incremento y aceleración de los flujos de todo tipo, desde el uso de combustibles fósiles a fertilizantes, pasando por la superficie de tierra cultivada o las emisiones de gases de efecto invernadero. El metabolismo urbano de las megápolis drena y devora cada día una ingente cantidad de recursos de un entorno cada vez menos cercano y genera una cantidad no menos formidable de residuos.
El Antropoceno se caracteriza por una utilización masiva de los recursos del pasado y una generación de polución para el futuro, lo cual conlleva un grave riesgo para las generaciones venideras en cuanto a calidad de vida y suficiencia de recursos. En un contexto de superpoblación, ¿qué harán nuestros descendientes, por ejemplo en el caso del fósforo, indispensable como fertilizante para la agricultura y por tanto para la producción de alimentos, una vez se agoten las reservas mineras y se encuentre repartido por el planeta como contaminante o formando parte de la biomasa de seres vivos? Para la energía existen fuentes alternativas a las fósiles y para algunos usos los materiales pueden cambiar, pero las reglas de la biología no contemplan la posibilidad de que átomos que no sean de fósforo puedan integrarse en las estructuras orgánicas y dar lugar a la vida. En el terreno de lo ambiental, el futuro de la Humanidad depende de lo que se haga y cómo se haga en estas aglomeraciones urbanas y en sus áreas de influencia.
Si se analizan las infraestructuras se observa que las grandes ciudades han crecido en base al despliegue de sistemas centralizados de captación y distribución de recursos como el agua y la energía. Las economías de escala se han ido imponiendo en la toma de decisiones hasta que en algunos lugares esta lógica ha llegado a su límite y, por tanto, a su fin. Las grandes manchas urbanas han llevado a los sistemas centralizados hasta los confines de su utilidad y son las que están obligando a considerar seriamente el tránsito de una economía unidireccional a una economía circular, en la que lo local y lo presente tengan su aprovechamiento y reduzcan la voracidad por los recursos de otros territorios. En una situación de recursos disponibles finitos, el reciclaje y la gestión descentralizada deberán servir para paliar las limitaciones de la gestión centralizada.
En el caso del agua, los límites de la centralización ya se están manifestando en algunas partes del mundo, tanto en los sistemas de abastecimiento, donde los ingentes caudales de agua que recorren grandes distancias desde su origen hasta las ciudades son ya insuficientes (por ejemplo, en el sur de California, tal como explicó Earle Hartling en una entrevista en exclusiva para iAgua), como en las extensas redes de saneamiento que drenan las aglomeraciones urbanas y que, a su vez, generan caudalosos ríos de aguas residuales muchas veces con escaso o nulo tratamiento (por ejemplo, en la ciudad de México, donde afortunadamente parece que la situación está a punto de cambiar a mejor). En los sistemas de abastecimiento de agua a las grandes conurbaciones existen tres factores que terminan determinando los límites físicos de la expansión requerida: a) los elevados costes de inversión asociados a la interminable extensión de las redes; b) los costes de transporte de ingentes volúmenes de agua a grandes distancias; y c) la disponibilidad del recurso en origen, que tarde o temprano termina siendo insuficiente para atender a la demanda generada por una determinada aglomeración urbana. A su vez, en los sistemas de saneamiento, la centralización en grandes plantas de tratamiento supone el viaje de las aguas residuales a grandes distancias y un elevado tiempo de residencia en las tuberías, lo cual suele generar problemas de malos olores y de corrosión de los materiales.
La superación de los problemas de ambos provendrá de la descentralización del saneamiento mediante la construcción de plantas de tratamiento satélite que descarguen las instalaciones principales, que estén ubicadas estratégicamente y que permitan la regeneración del agua y su posterior utilización en el ámbito urbano, con el tratamiento más adecuado para el uso al que estén destinadas. Excepto en zonas costeras, donde existe la alternativa del agua de mar, el agua regenerada es la única nueva fuente de agua dulce disponible en el entorno urbano y, por tanto, la tendencia hacia su mayor valorización y aprovechamiento será indiscutible, ayudando a aportar unos recursos adicionales ya fuera del alcance de los sistemas existentes y que tendrán un uso mucho más allá del simple aprovechamiento para el riego.
El Antropoceno, esta nueva era caracterizada por el crecimiento exponencial de la población en la Tierra y su tendencia hacia la concentración en enormes conurbaciones, presenta unos retos de tal dimensión y complejidad que ya no pueden ser tratados de forma convencional, sino que requieren de nuevos y atrevidos enfoques con los que superar las limitaciones del modelo imperante. La Humanidad se ha empezado a dar cuenta de que está llegando al mismo punto en el que se encuentran los tripulantes de una nave espacial o de un submarino, que es el de la limitación de los recursos disponibles. La necesidad de aplicación de lógicas descentralizadas y circulares -la diversidad de fuentes y el reciclaje- aparecen como ineludibles ante el agotamiento de las fuentes primigenias, que antes parecían ilimitadas. El agua y su gestión no escaparán a esta lógica y será principalmente en las megápolis donde se librará la batalla de la innovación, imprescindible para atender las necesidades de la población de acuerdo con los estándares de vida modernos y con los objetivos de desarrollo sostenible planteados por la ONU.