Una vez más, es necesario subrayar la importancia de la economía verde en el siglo XXI, especialmente en los países en vías de desarrollo que poseen grandes zonas boscosas, fuentes naturales de agua y biodiversidad, como las ocho naciones (Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Guayana Francesa, y Surinam), que comparten territorio en la cuenca hidrográfica amazónica en América del Sur.
Brasil, la nación con la mayor cantidad de bosques tropicales y el río Amazonas, el más caudaloso y extenso del planeta, ha desnudado una terrible carencia medio ambiental: la falta de políticas efectivas de conservación y preservación de su riqueza amazónica, que sucumbe ante una irracional actividad agropecuaria, minera e industrial, que no respeta comunidades indígenas, ecosistemas ni derechos humanos fundamentales.
El gigantesco incendio forestal que la aqueja desde hace unos días, es una pequeña muestra del delito de lesa humanidad que comete el actual gobierno y los anteriores, por su falta de voluntad política de cuidar y defender su hábitat natural, ante la agresión de actividades humanas irresponsables y los efectos de la variabilidad clima y la contaminación.
Desde el siglo pasado, se está produciendo en Brasil y los demás países amazónicos la mayor deforestación que se conoce en la historia de la humanidad, que sumado al cambio climático, ha devenido en una escala de siniestros, que está minando progresiva e indeteniblemente sus importantes e invalorables áreas verdes, con graves consecuencias al equilibrio ecosistémico mundial y profundos daños a las sociedades sudamericanas, donde se amplían las brechas sociales, especialmente en las zonas rurales y selváticas.
Las más de 150 (no se sabe el número exacto) de comunidades indígenas (mayormente concentrados en un 80% en Brasil), que habitan en el Amazonas, generalmente en la ribera de los ríos, y que viven de la pesca, la caza y la agricultura de subsistencia, siguen soportando la paulatina extinción de sus culturas, la pérdida y/o contaminación de sus territorios y sus fuentes de vida, desde hace cinco siglos, desde que arribaron los conquistadores europeos. ¡Increíble!
Todo a consecuencia de la tala indiscriminada y agresiva de los árboles, la ampliación de la frontera agrícola y ganadera, la esclavitud laboral, el comercio ilegal de flora y fauna; y en las últimas décadas, por la explotación de gas y petróleo. El caldo de cultivo de este atentado socioecológico es un débil marco normativo y la carencia de políticas ambientalistas, acaso por intereses particulares y un Estado que se hace de la vista gorda.
Pero el daño va mucho más allá. De continuar los incendios y la destrucción de los bosques, que ya está amenazando a los demás países amazónicos, como Bolivia y Perú, el mayor efecto será a favor del aceleramiento del calentamiento y la contaminación global, dado que se está destruyendo extensas zonas arbóreas que absorben anhídrido carbónico a cambio de expulsar oxígeno, con gran implicancia en el ciclo del agua, los vientos, las lluvias, la reproducción de plantas y animales en la región y el equilibrio ecosistémico mundial.
Ante este desolador panorama, habría la necesidad imperiosa de que las naciones amazónicas se integren en una nueva organización regional, que consensue, promueva y desarrolle progresivamente la economía verde, con políticas amigables al medio ambiente, con apoyo y asistencia de la cooperación internacional; porque el problema tiene una dimensión global –al igual como sucede con los océanos, los glaciares, los casquetes polares, etc.— y atañe a todos Y mucho más, a los países desarrollados y grandes corporaciones, cuya industrialización y poco respeto a la naturaleza y las sociedades débiles, amén de su insaciable afán de acumulación de capital y riqueza, ha incidido en el aumento de la brecha económica y social entre países pobres y ricos, y acelerado el cambio climático.
Es hora de una mejor y efectiva gestión de los recursos naturales, con justicia social y visión humanista global.