Ser la única fuente de agua de un pueblo no es tarea fácil, la verdad. La experiencia le da a una conocimiento para discernir que tiene ya poco que demostrar y, desde luego, poca necesidad de callar. La realidad es que llevo muchos años dando agua a este pueblo y, aunque mi profesión me ha colmado –y me colma– de satisfacciones, todavía estoy esperando a que alguien me dé las gracias por mi labor. En esta plaza hasta a las paredes –que son lo más aburrido e inmovilista del mundo– les ponen plaquitas; mientras, aquí sigo yo, olvidada por todos, menos cuando acuden a mí por pura y acuciante necesidad. Las farolas también reciben su atención; ahora por ejemplo las han engalanado con guirnaldas de Navidad. Yo, en lugar de adornos, lo que recibo son comentarios ingratos del tipo «el agua de esta fuente está muy fría» o «parece que hoy sale un poco más turbia». Debo ser lo más olvidado del mobiliario urbano, incluyendo la estatua del señor con un enorme bigote encima de un caballo cuya leyenda ya nadie recuerda.
Ya sé, ya sé: diréis que esta vieja fuente se queja demasiado, pero debéis saber que cuando era más joven me alborotaba mucho más que ahora. Lo que más me provocaba sobrepresión era la visión de una botella de plástico en la mano de mis usuarios. «¡Cáscara despreciable!», maldecía a la botella enrabietada; y al agua que en ella se contenía– «¿no ves que te tratan como si fueras de usar y tirar? Esa carcasa inerte que te contiene será la perdición de algún animal poco precavido, si es que no acaba arramblada en un basurero entre toneladas de otros plásticos». Y luego estaban las veces en las que alguien se quejaba del sabor de mi agua. Me encantaba vengarme del desgraciado, y, mientras bebía, usaba mi fuerza para darle de lleno en el ojo. El murmullo del agua conseguía apagar el sonido de mis risas mientras me burlaba del infeliz medio cegado por mi chorro vengativo. Mala soy, lo sé. Pero no tan mala como para no ver que de mi brota el milagro que viene de la naturaleza hacia las personas, las calles, las ciudades.
Pero eso fue cuando era más joven. Hoy ya no me enfado por todas esas cosas. Me asombra, desde luego, ver las aguas con colores extraños que beben algunos individuos vestidos de colores fosforescentes saltando de aquí para allá. Pero, vamos, agua que no has de beber, déjala correr; no se puede luchar contra la cerrazón de los horteras. Ni tan siquiera me generan reacción alguna las impertinentes palomas que piensan que mi pie de fundición es un resort con piscina para pájaros. A veces, ni encuentro la presión suficiente para dar agua a los niños que vienen después de jugar incansables toda la tarde, aún con la alegría y la esperanza que transmiten.
Pero tampoco puedo echar la culpa de todo a la edad. En realidad, mi ánimo empezó a marchitarse desde que él dejó de venir. Él era el único que podía ver el alma encastrada en este armazón de metal mío. Todas las tardes, y durante mucho tiempo, venía a visitarme para hacerme compañía. Cuando era más pequeño, me limpiaba el cuerpo de fundición y me quitaba las hojas de la rejilla para que no me encharcase. Para el momento en que empezó el instituto, había aprendido a arreglarme la valvulería y los circuitos internos para que mi agua fluyera con mayor elegancia. El último verano que le vi, había comprado unas tiras de medición y apuntaba todos los días la calidad del líquido milagroso que de mi brota con letra minúscula en una libreta de color azul marino. A veces pienso que ese chico me conocía mejor que yo misma.
Un septiembre de hace cinco años marchó y nunca volví a saber de él.
Esta tarde, sin embargo, ha ocurrido algo singular. Dos señoras se han parado a hablar mientras sus perros bebían del charco que ya se forma de manera permanente delante de mí. Comentaba una de ellas que su hijo iba a volver a casa esta Navidad, tras varios años haciendo la carrera en Madrid «Ya conoces a mi hijo, cuando se le mete algo en la cabeza es inasequible al desaliento; no ha parado por el pueblo hasta tener el título y poder dedicarse a sus cosas»; y, luego: «ahora me dice que está muy contento porque está en una asociación con gente que le gusta lo mismo que a él; esas cosas raras sobre el agua de las que no para de hablar». No he podido ni escuchar lo que decía la otra señora, de la pura emoción que me embargaba. Mi amigo podría haber vuelto.
Sí, lo presiento; voy a volver a ver a ese niño al que vi crecer mientras yo envejecía. Seguro que es él, no puede ser otro. Me lo dice mi vieja carcasa: que no me ha olvidado; que volverá a sentarse bajo mi pie, a apagar su sed bajo el chorro de agua pura que de mí brota. Lo sé, lo sé, no me ha olvidado, como yo no olvido que, en secreto, me contaba que marcharía lejos para aprender a traer el agua fresca y transparente a otras fuentes como yo. Sé que en esos muchachos valientes está nuestra esperanza. Ellos desprecian que se aprisione nuestra agua dentro de envases de plástico o metal de poca monta. Ellos quieren que el agua fluya en los pueblos chicos, en los grandes, en los desiertos y en las tundras. Que llegue a los hogares de todos para dotarlos de limpieza, de claridad.
Quizás, solo quizás, esta Navidad sea yo la protagonista de un maravilloso reencuentro.