Aunque pueda parecer lo contrario, nuestro planeta dispone de agua en cantidad y calidad suficiente para atender todas las necesidades de cada una de las personas, del funcionamiento de la economía y para preservar los ecosistemas que dependen del agua y de cuya adecuada conservación depende el mantenimiento de la vida y de la propia economía. Cualquiera que posea un mínimo de información puede poner en la balanza las necesidades de agua y los recursos disponibles y llegar a la misma conclusión. Sin embargo, eso no significa que el agua está disponible en el sitio y el momento que se requiere, mucho menos que resulte barato conseguir el agua que hace falta para cada cosa en cada momento y lugar y menos aún que el acceso a las fuentes de agua sea algo que no suscite diferencias entre Estados y entre personas. Lo que se quiere decir, cuando afirmamos que el planeta tiene agua suficiente, es que es posible reconciliar las ambiciones humanas de mejorar y avanzar en niveles de bienestar y la conservación de los recursos que, además de su valor intrínseco, son vitales para alcanzar ese bienestar y mantenerlo en el tiempo.
Pocos recursos como el agua son tan diversos en el tipo de usos a los que pueden servir, casi ningún recurso tiene tanto valor en sus usos.
No es de extrañar que haya diferencias en los planteamientos sobre el agua. Es incluso sorprendente que haya acuerdo sobre qué hacer con un recurso escaso con tantas posibilidades de uso. Pocos recursos como el agua son tan diversos en el tipo de usos a los que pueden servir, casi ningún recurso tiene tanto valor en sus usos (para satisfacer necesidades básicas de cada persona, para producir alimentos, energía, bienes manufacturados de todo tipo, etc.) como en su conservación en el medio natural (como soporte de la biodiversidad, del paisaje, como elemento de regulación climática, de seguridad para el futuro, de preservación de la salud, etc.). También es difícil encontrar algo con mayor valor simbólico y cultural que el agua.
La realidad del agua también demuestra que no siempre es fácil materializar lo posible y convertirlo en realidad. Los verdaderos retos de la sostenibilidad del agua se deben más a la limitada capacidad social y de las instituciones de gobierno para poner en práctica la mejor alternativa posible que a la falta de recursos hídricos o de soluciones técnicas. Sin instituciones adecuadas es muy probable que la competencia por el acceso al agua sea fuente de conflictos entre usuarios potenciales y entre regiones y países. Los primeros tienden a ver el problema del agua en el que el acceso de unos supone una pérdida de oportunidades para otros. Lo mismo ocurre a menudo entre países y regiones de un mismo país. Cada territorio considera con razón que el acceso al agua es imprescindible para su propia prosperidad, en muchos lugares aún se percibe que los esfuerzos encaminados a ahorrar y hacer un uso responsable del agua es una carga injustificada que erosiona sus posibilidades de desarrollo y, más aun, cuando esos esfuerzos benefician a otros países con los que se comparten ríos, lagos y aguas subterráneas.
Los verdaderos retos de la sostenibilidad del agua se deben más a la limitada capacidad social y de las instituciones de gobierno para poner en práctica la mejor alternativa posible que a la falta de recursos hídricos o de soluciones técnicas.
No es extraño que puedan surgir conflictos sobre el agua. Tampoco lo es que, mientras no se alcancen acuerdos entre las partes, tales conflictos deriven en un empeoramiento de las fuentes de agua, como ocurre, por ejemplo, cuando la competencia entre agricultores termina agotando las reservas de agua o llevándolas hasta límites que no justifican su utilización. A menudo también los países pueden verse tentados a retener el agua y a maximizar su uso, en detrimento de los intereses de quienes se encuentran aguas abajo. Con frecuencia los usuarios de un río consideran que no se justifica el esfuerzo de mantener la calidad de las aguas cuando están convencidos de que su esfuerzo no se verá compensado. Por qué motivo, se preguntan legítimamente algunos, un país debería usar fuentes de agua más caras o menos accesibles y dejar fluir el agua por los cauces más cercanos y accesibles. Según las Naciones Unidas, en los últimos 50 años se han reportado 37 casos de violencia entre países por causa del agua.
Sin embargo, lo que sí es sorprendente es que, salvo alguna excepción, en la que el agua no es el principal motivo de la discordia, los conflictos por el agua tiendan a resolverse de modo pacífico. En efecto, el agua es más a menudo un elemento de acuerdo que de confrontación. Aunque surja el desacuerdo y se produzca la confrontación, tarde o temprano las partes en disputa descubren que tienen mucho más que ganar poniéndose de acuerdo que ignorando los intereses de la contraparte. Los beneficios de un acuerdo que consiga la conservación del recurso resultan, tarde o temprano, más evidentes e importantes que los beneficios a corto plazo que cada uno puede conseguir pugnando por conseguir el mayor trozo posible de un pastel menguante.
Según las Naciones Unidas, en los últimos 50 años se han reportado 37 casos de violencia entre países por causa del agua.
La mayor parte de los conflictos entre Estados, según la misma fuente de Naciones Unidas, terminan en escaramuzas menores y aunque 34 conflictos sean muchos, son muchos menos que los más de 200 tratados internacionales negociados y puestos en práctica con éxito en el último medio siglo. Alguno de estos tratados es tan sólido que se mantuvo vigente incluso durante guerras entre los signatarios; como el firmado por Pakistán y la India para la cuenca del Indo. En efecto, la cooperación, para compartir los beneficios de la protección y la conservación de las fuentes de agua, tiende a surgir espontáneamente como una alternativa al mantenimiento de un desacuerdo que, a pesar de los éxitos momentáneos de alguna de las partes, a la larga siempre significará mayores pérdidas para todos. Incluso los enemigos más acérrimos tienen la capacidad y los incentivos para cooperar en temas de agua. Los conflictos, a pesar de los elementos de urgencia y el simbolismo que suelen acarrear, no son estrategias viables desde el punto de vista económico y ese hecho, un vez reconocido, suele abrir la puerta a procesos sinceros y transparentes de negociación política.
Pero esto no ocurre necesariamente en el momento adecuado ni todos los procesos de cooperación terminan dando los frutos deseados. Tampoco es sorprendente que usuarios y gobiernos persigan objetivos insostenibles a pesar de la evidencia de que éstos resultan en la degradación de las fuentes de agua, incluso después de que se hagan evidentes las consecuencias económicas y sociales que esto conlleva. También existen ejemplos de negociaciones fallidas y de acuerdos cuyos resultados finales están muy por debajo de las expectativas creadas. Otros han sido incumplidos o rechazados por las partes firmantes. Pero, cuando eso ocurre, todos los países pierden y las consecuencias son aún mayores para los más pobres. El fracaso en la cooperación puede conducir a tragedias ambientales como las del lago Chad o del mar Aral y, aun en estos casos extremos, el desastre siempre terminó abriendo el camino a la cooperación. Por ejemplo, la acumulación de residuos radiactivos en los embalses y su traslado por Mar Negro, después de la catástrofe de Chernóbil, hizo a los países afectados conscientes de la necesidad de cooperar para una gestión de los cauces fluviales capaz de evitar este tipo de riesgos.
A pesar de la sequía y la escasez de agua, el déficit más crítico está en la falta de instituciones de gobierno capaces de construir acuerdos y convertir el agua en un objetivo común más que en un objeto de conflicto.
Pero, conseguir acuerdo no es una tarea fácil. La competencia y la rivalidad pueden mantenerse muy a pesar de los incentivos cada vez más obvios a favor de cooperar, de los costes evidentes de la inacción, de los efectos cada vez más visibles de la degradación ambiental, de la escasez de agua y de los mayores riesgos de sequías e inundaciones. La complejidad del agua, la multitud de intereses encontrados asociados a su uso y a su conservación, las dificultades para encontrar normas de gestión transparentes cuyo respeto esté en el mejor interés de cada una de las partes, las dificultades para anticipar las disponibilidades de agua y los riesgos presentes y futuros son solo los desafíos quizá más importantes. No es de extrañar que los tratados importantes lleven décadas de negociación (10 años para el Indo, 20 para la cuenca del Nilo y 40 para el Jordán), pero es la única alternativa. Quizá podríamos afirmar que, a pesar de la sequía y la escasez de agua, el déficit más crítico está en la falta de instituciones de gobierno capaces de construir acuerdos y convertir el agua en un objetivo común más que en un objeto de conflicto.