Sabemos que el agua, en calidad y cantidad, juega un papel clave en la sostenibilidad del conjunto de recursos naturales, y más aún ante los escenarios propuestos por el cambio climático. Dado que cerca del 40% de la superficie europea se dedica al uso agrícola, la gestión de los recursos hídricos en sintonía con la gestión del suelo acoge, cada vez más, una mayor atención social e un interés científico creciente. Hace justo un año se presentó el documento “A Blueprint to safeguard Europe’s water resources”, bajo el cual la Comisión Europea proponía un conjunto de acciones de ámbito europeo con el fin de mejorar la implementación de la legislación en materia de aguas, integrar los objetivos sectoriales y hacer hincapié en la eficiencia hídrica como mecanismo clave para conseguir los retos agroalimentarios definidos en la Política Agrícola Común recientemente reformada hasta 2020. Más recientemente, un documento del Parlamento Europeo, “Sustainable management of natural resources with a focus on water and agricultura”, enfatizaba en la necesidad de promover una gestión sostenible de los recursos naturales y centrar, con ello, el debate en torno al agua y la agricultura en el conjunto de las políticas comunitarias. Ambos enfoques coinciden en la necesidad de un cambio de paradigma capaz de adelantarse a los retos venideros con el mínimo coste socioeconómico y ambiental posible.
El regadío se sitúa en el centro de buena parte de los debates que analizan binomios multisectoriales y transversales en torno al agua
El regadío, como integrador de los recursos agua y suelo (Figura 1), se sitúa en el centro de buena parte de los debates que analizan binomios multisectoriales y transversales en torno al agua (consumo/uso o precio/valor) y demás aspectos de incidencia territorial (subsistencia/mercado, rural/urbano o participación/legitimidad social). De forma constante e intensa en las últimas décadas, el enfoque basado en la mejora de su gestión como procedimiento capaz de adaptarse (en resistencia y resiliencia) a variables en constante cambio ha sumado adeptos hasta promocionarse de forma conjunta dentro del ámbito europeo. Una propuesta que se plantea en paralelo a la reformulación del modelo de producción agrícola instaurado en el contexto europeo, en dónde la especificación y concentración del sector desde la segunda mitad del siglo pasado continúa generando algunos efectos adversos sobre buena parte de los recursos hídricos, el suelo, el clima o la biodiversidad. Ello ha situado la gestión agrícola en el listado de aspectos que conllevan un impacto en la mayor parte de las cuencas hidrográficas europeas. Sin duda, una de las principales preocupaciones asociadas a la gestión agrícola y el uso del agua es la sobreexplotación subterránea, especialmente relevante en los países del sur-este comunitario.
Figura 1: El regadío como suma de variables interconectadas entre la gestión del suelo y del agua
Si bien no son pocos los desafíos que integra la gestión del agua y del suelo (Tabla 1), tampoco son menos los mecanismos para hacer frente a los retos crecientes: desde la teledetección como herramienta para gestionar la demanda de agua necesaria en tiempo y espacio para cada cultivo a las iniciativas de Agricultura 3.0 como los de las Tablas de Daimiel, pasando por la reutilización de aguas residuales. Este último aspecto es el más longevo de los tres, aunque no por ello ha perdido relevancia. Promovido desde el alivio de la presión a la que se someten los cursos fluviales ante las demandas de uso así como desde su respuesta capaz de integrar la gestión del agua urbana y agrícola , su promoción no escapa de los riesgos de tipo microbiológico o químico para la salud pública, la sanidad vegetal, las incertidumbres ambientales o la percepción pública y la aceptación del sector.
Tabla 1: Desafíos a los que se enfrenta la gestión sostenible del agua y el suelo
De forma paralela, a la preocupación creciente por el factor ambiental que condiciona buena parte de las decisiones, proyectos y políticas impulsadas desde el ámbito comunitario para configurar la dinámica rural, no son pocos los informes, instituciones y expertos que recogen la necesidad de aumentar la productividad agrícola europea ante el reto de alimentar una población que, según las estadísticas oficiales, no deja de crecer. Uno de los análisis recientes y más completos corresponde al elaborado por el Humboldt Forum for Food and Agriculture bajo el título “The social, economic and environmental value of agricultural productivity in the European Union: Impacts on markets and food security, rural income and employement, resource use, climate protection, and biodiversity”. En él se concluye cómo la productividad agrícola europea supone un decálogo de mejoras tales como la mejora de la calidad de vida del agricultor, la garantía de suministro alimentario, la vertebración del entorno rural y de su paisaje o la conservación de la biodiversidad y de los servicios ecosistémicos.
Si bien el informe compara más que analiza, lo cierto es que de él se deduce como este aumento productivo pasa por ser más eficiente con aquellos recursos naturales en riesgo de saturación físico-química, como el suelo y el agua. En este sentido, toma fuerza la apuesta por el regadío, si bien no tanto desde su promoción cuantitativa como cualitativa: se incide en adaptar el riego allí donde el coste de oportunidad no suponga un factor de competencia entre usos consuntivos. Así, más que adaptarse a la competitividad con el resto de usos del agua, el mayor reto del regadío es adaptarse a los condicionantes ambientales propios de los recursos que utiliza así como ganar-se la legitimación de una parte de la sociedad que mantiene la duda sobre la sostenibilidad del sector. Sin embargo, no toda la responsabilidad recae en el regante: como sociedad debemos preguntarnos si priorizamos la cohesión rural en un mundo cada vez más urbanizado y si concebimos que ésta cohesión dependa de la puesta en regadío; si valoramos la gestión de unos paisajes que simbolizan la línea, cada vez más fina, entre lo natural y lo entrópico y cuál es el coste de mantenerlos vivos; si estamos dispuestos a adaptar la dieta al territorio y sus condicionantes edafológicos y climáticos mientras no renunciamos a importar los costes de producir lo mismo en países terceros; y si, en definitiva, damos margen a la adaptación del regadío al mismo tiempo que somos exigentes con su responsabilidad como gestor de bienes comunes. Adaptarse o competir, esa es la cuestión.