C. Morán y Q. Chirino
El viernes, 21 de septiembre, un cielo sombrío descargó a plomo 180 litros de lluvia por metro cuadrado sobre Almuñécar. Los remolinos de agua enloquecida se llevaron un puente por delante y un vecino de la localidad murió ahogado en la cenagosa balsa que momentos antes era su cochera. Los daños ascienden a seis millones de euros.
Nadie podía prever que la tormenta estival fuera tan belicosa, tan violenta. Dicen los geólogos que la naturaleza odia las revoluciones y cuando encuentra a su paso un obstáculo inesperado se lo lleva por delante sin contemplaciones.
Al final, las aguas continentales siempre acaban reclamando lo que es suyo. El hombre tiende a olvidar ese detalle e invade con tozudez los dominios de la naturaleza.
El ladrillo ha conquistado la Costa granadina en la última década. Y las nuevas construcciones no han respetado en todos los casos los cauces naturales del agua. A veces, las obras humanas se han convertido en un tapón, en una presa que revienta cuando se le echa lo que los técnicos denominan el 'mudflow', una mezcla de agua y barro que puede ser leta.
[...] Pero Almuñécar no es un caso aislado. El Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona) de la Guardia Civil presentó el año pasado catorce denuncias en la Costa granadina por construcciones que afectaban al cauce natural del agua. Resulta preocupante la insistencia por ocupar lo que no debe ser ocupado.
Las lecciones del pasado caen invariablemente en el olvido. Lo que sucedió el viernes 21 de septiembre, volverá a ocurrir en el futuro. No es alarmismo: es la verdad.
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