Es inevitable tener la sensación de que el devenir de los días es imparable. Los días se suceden con una velocidad de vértigo y controlar su pausa se antoja una tarea imposible. Los horarios están llenos de actividades que se amontonan en nuestras agendas. Parece que el único respiro plausible es al final de cada jornada cuando intentamos recuperar algo de mesura delante de un dispositivo electrónico. Pero hasta en este instante, nuestra vida está supeditada a cumplir con los compromisos que estos medios nos garantizan como parte de una vida estructurada.
Vivir como un torrente ya no es posible. Dejar que cada día intente sorprendernos con algo nuevo es un acto épico. Solo el abandono de la rutina calculada pudiera derivar en un acto un tanto alocado que nos garantizase ir tras aquello que nos apasiona.
Algunos lo han hecho.
Recuerdo a un joven contable que se despidió de su trabajo de la ciudad y se fue al campo. Con la poca fortuna que amasó con la venta de su vivienda, compró un rebaño de cabras y unas humildes instalaciones donde comenzó a ordeñarlas y, como consecuencia, se dedicó a la manufactura de quesos. Ese producto es probable que lo encontremos cuando, en alguna de nuestras exiguas huidas de la ciudad, paremos en un restaurante de carretera y encontremos en el mostrador de cristal de la sección de los productos típicos, algunos de esos quesos que llevan insertados el nombre de su creador anónimo.
Cuando ahora le preguntan al joven contable si volvería a la ciudad, su rostro expide un rictus de incoherencia ante el planteamiento de esa pregunta y contesta con mucha letanía que, abandonar el campo, es algo que ni siquiera entra dentro de sus planteamientos. Ha conseguido la comunión entre sí mismo y la vida.
No obstante, hay esperanza: vivir como el agua, como un torrente, aún es posible.