Las interacciones entre el agua y la energía son múltiples: de forma resumida, la mayor parte de las fuentes de energía requieren agua en alguna forma y el acceso al agua requiere energía.
Algunas de la relaciones son obvias. La energía hidroeléctrica transforma la energía potencial del agua en electricidad, e inversamente las centrales reversibles almacenan energía transformando electricidad en agua elevada. Todas las transformaciones termoeléctricas, ya sea con combustibles fósiles o radioactivos, requieren de grandes cantidades de agua para refrigerar. Esa agua no pierde cota sino que se calienta lo que reduce la solubilidad del oxígeno y por tanto la capacidad de autodepuración y de albergar vida acuática de las masas de agua afectadas.
El agua industrial también tiene otros usos: la producción de vapor, el lavado de diversos materiales, vehículo para otros productos, como pueden ser detergentes y colorantes. O su inclusión en el producto final en la industria alimentaria y otras.
Sea como sea, el acceso al agua y su acondicionamiento para ser usada y devuelta en condiciones al medio requiere de cantidades crecientes de energía.
Inversamente, la producción de combustibles requiere de grandes cantidades de agua. Ya sean los combustibles fósiles o los biocombustibles –pues esos son cultivos de regadío que no son viables sin agua. Los biocombustibles, por otra parte, compiten por el agua con otras ramas de la agricultura, ya sea la alimentaria, la forestal o la producción de fibras textiles.
Esas interrelaciones son, como una trenza cuando se observa desde su extremo hasta la base, de una intensidad creciente que ha sido objeto de numerosos estudios en los últimos años.
Algunos trabajos más específicos se refieren a la intensidad energética del ciclo del agua.[1],[2]
El trabajo de Carcolé se refiere a la evolución de los costes de producción del agua de abastecimiento a la ciudad de Barcelona desde la construcción del acueducto de Dosrius, 150 años atrás, que transportaba agua rodada, hasta la construcción de la planta desaladora de agua del Prat de Llobregat. En medio queda la explotación de pozos y la creciente intensidad energética de los tratamientos para alcanzar una calidad adecuada del agua servida a la ciudad. El mayor componente del aumento de costos es el energético, que se multiplica por 500.
El informe del ACA se refiere especialmente a intensidades energéticas medias utilizadas en abastecimiento, depuración y reutilización de aguas urbanas y las proyecta a futuro con intensidades energéticas en aumento.
Ese es el perfil de la trenza: intensidad energética creciente en el ciclo del agua, intensidad hidráulica creciente en la producción de energía, y nuevas interrelaciones y dependencias que van apareciendo. Una es factor de producción indispensable de otra.
Pero si atendemos a la imputación de costes, la cosa cambia. Ha sido ampliamente descrita la generosa financiación del sector energético, con una capacidad de producción sobredimensionada y en buena parte ociosa, y los windfall profits que le reportan los mecanismos de establecimiento de los precios eléctricos. Pues bien, los costes derivados de ese sistema repercuten íntegramente en los consumos derivados del ciclo de agua.
El caso contrario no es así: no existe una evaluación clara, ni mucho menos una repercusión, de los costes derivados del uso de agua en el sector energético, ni en términos de coste ambiental, ni de coste alternativo derivado de la forma en que condicionan o limitan a otros usos. Puesto que el parque hidroeléctrico está prácticamente amortizado y el agua tiene un precio simbólico, afloran los beneficios caídos del cielo. Que se aplican a la distribución de dividendos y no al agua. La tributación por el uso del agua y sus costes inducidos recae de forma abrumadora en el ciclo urbano del agua que además soporta costes derivados de la tolerancia histórica que el regulador ha tenido con el sector eléctrico.
En ese contexto, con tales asimetrías, no resulta fácil comprender cuál puede ser la confluencia de intereses que llevó recientemente a una comparecencia conjunta en el parlamento de destacados miembros de ambos sectores, energía y agua. ¿Qué más deseaba el sector eléctrico? O ¿cuál era su temor en relación con la ley de Transición Energética en preparación?
Otros podían quejarse de los costes inducidos por una regulación defectuosa de la energía y reclamar un mejor trato en defensa del servicio público que prestan. ¿O quizá no era eso? El reclamo de una regulación estable parece poco fundamentado cuando los contratos actuales tienen duraciones habituales entre 25 y 50 años, con mercados cerrados que, en su mayoría y en el mejor de los casos, van a abrirse en la próxima generación de gestores. Esa posición poco fundamentada es propia de prejuicios ideológicos con apariencia de objetividad.
El regulador único, con todos sus defectos que no son pocos, es una figura necesaria para aquellos servicios de titularidad privada que, no obstante, están sometidos a condicionamientos en tanto que servicios de interés general. No es el caso del agua ni como recurso de titularidad pública, ni del abastecimiento urbano de agua que además tiene la titularidad municipal en tanto que servicio público. Todos los servicios urbanos, ya sea la limpieza el transporte público o la gestión semafórica están sometidos pacíficamente a esa realidad. Los desequilibrios hídricos los debe gestionar la autoridad competente atendiendo a la diversidad de realidades, solicitaciones, e intereses. Y al margen de posiciones ideológicas que dan por sentado cuáles son las soluciones efectivas.