Un ecosistema maduro se rige por mecanismos mediante los cuales las primeras materias se incorporan a la vida, circulan por las diferentes etapas vegetales y animales que lo integran y sus desechos se reincorporan de nuevo al ciclo con facilidad. Eso es lo que ahora estamos intentando reproducir en la llamada la economía circular.
La maduración del ecosistema ha exigido mucho tiempo, adaptación de cada especie a su nicho ecológico, estabilización y limitación de su abundancia relativa, y el resultado es ese cuasi equilibrio admirable que observamos en la naturaleza no intervenida. No es un resultado deliberado, no es fruto de un diseño previo, sino el único resultado que, probablemente después de muchos ensayos, asegura a largo plazo la supervivencia del conjunto.
Esos sistemas evolucionan lentamente, lo que permite su readaptación a los cambios que experimentan. En los casos en que por circunstancias externas hay cambios de mayor envergadura, la biodiversidad que contienen incrementa su capacidad de adaptación, es decir, su resiliencia.
No ocurre lo mismo en otros casos. Desde el punto de vista ecológico, la acción humana se caracteriza por la inmadurez: concentra actividades singulares en determinados puntos, las somete a expansión más o menos rápida, y da por sentado que su viabilidad no depende de otras actividades con las que puede interferir.
El crecimiento intensivo de una actividad se fundamenta en el consumo de primeras materias y energía que se desplazan de la periferia al centro de la actividad. Una vez utilizadas, los restos sin valor económico se transforman en residuos que el sistema tiende a devolver a la periferia. La expansión de la actividad sobre el territorio se puede asimilar a una mancha y más pronto que tarde alcanza a interferir con otras actividades, similares o distintas: en primer lugar, con las dinámicas de los ecosistemas cercanos. A eso le llamamos impacto ambiental. En segundo lugar, con otras actividades que también crecieron en mancha. A eso le llamamos impacto económico.
En realidad, impacto económico e impacto ambiental son variantes de lo mismo. La única diferencia está en el momento y la forma en que son percibidos. El impacto económico se refiere a las actividades productivas que ven perjudicada su economía por la influencia negativa de las actividades vecinas. El impacto ambiental es, en primera aproximación, aparentemente estético. Su impacto económico puede tardar tiempo en aparecer. Pero su corrección y ajuste también requieren tiempo y dinero.
En realidad, impacto económico e impacto ambiental son variantes de lo mismo
Lo sucedido en el Mar Menor ilustra perfectamente ese patrón. Agricultura y turismo fueron a lo suyo durante décadas en un clima en el que ambas actividades coexistían y se ignoraban. El abuso de ocupación de un ecosistema frágil –urbanización intensiva, desecación de humedales, presión sobre los recursos, alteración del paisaje y de las dinámicas naturales del lugar-, ha convivido con una agricultura intensiva que ha usado aguas de todo tipo –dulces y salobres, propias e importadas, legales e ilegales- y los insumos propios del agronegocio -como abonos, plaguicidas, y plásticos- sin tener en cuenta la capacidad de absorción de esos impactos por el medio.
El moribundo Mar Menor es la consecuencia de décadas de acción irrespetuosa con el medio. No voy a insistir en las detalladas descripciones que hemos podido leer en la prensa en los últimos meses. Tampoco en la realidad mediática, que solo da importancia a los hechos cuando son consumados, pues no es lo mismo informar de la cuestión con o sin una buena foto de los peces muertos, o en plena polémica pública en la que todos los “inocentes perjudicados” se tiran los platos a la cabeza o buscan una cabeza de turco. Más que eso, lo ocurrido en el Mar Menor es la ilustración de cómo los impactos ambientales no sólo degradan la naturaleza, sino que alcanzan de lleno la economía.
Regadío y turismo ¿han matado la gallina de los huevos de oro? ¿Cada cual a la suya, o entre todos la mataron y ella sola se murió? Más allá de las responsabilidades y de la evaluación del daño, la pregunta que me hago es si hubiera sido más barato invertir para evitar el desastre. Me refiero a invertir en la definición de un modelo sostenible, en infraestructuras y en gestión. O si, siendo eso más caro en el corto plazo, la sociedad acepta responsablemente que merece la pena asumir la diferencia.
Ese es el auténtico reto que plantea la transición de la economía lineal a la circular. La vicepresidenta Ribera ha dicho recientemente que es ilusorio pensar que existe un derecho a desplazar grandes volúmenes de agua en España. Es una reflexión sobre algo que corresponde a otras épocas, que ya demostró sus límites y ahora muestra sus costes, muchos de ellos no asumidos por los beneficiarios.
La intensa campaña comunicativa que han emprendido diversas organizaciones agrarias responde, probablemente, a la percepción del riesgo reputacional que corre el sector. Los tiempos están cambiando y lo que durante más de un siglo respondió a políticas de fomento del campo está agotado. Algo parecido pasa con la extensión del olivar de regadío en Andalucía, que ya compite con los usos urbanos y ambientales. Esas polémicas públicas quizá explican la desconfianza del sector en relación al tercer ciclo de planificación hidrológica (2021-2027). Es sintomático que la simple divulgación de los problemas y de posiciones discretamente críticas sobre la gestión del agua en la agricultura se vean contestadas con esa intensidad y victimismo.
Hasta el momento, las dificultades en relación a la planificación del agua con criterios sostenibles se habían afrontado con vaguedades
Nadie ha abandonado al campo. Simplemente, el empresario agrario que financia esas campañas nada tiene que ver con el sufrido labriego de secano que muchos tienen en la retina histórica. Hoy los llamados sindicatos agrarios son más bien organizaciones empresariales, por cierto con trabajadores en precarias condiciones, en general inmigrantes y muchos de ellos sin papeles, cuyas condiciones de vida son sostenidas con la colaboración pública y de ONGs, y con riesgos sanitarios evidentes, para ellos mismos y para el resto de la población.
Hasta el momento, las dificultades en relación a la planificación del agua con criterios sostenibles se habían afrontado con vaguedades. En efecto, el pasado 24 de junio los grupos parlamentarios del PSOE y Unidos Podemos enviaron un borrador de conclusiones del Grupo de trabajo sobre reactivación económica (159/2) a la Mesa de la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica. El documento contiene un conjunto de propuestas agrupadas y ordenada en distintos bloques. En el 2, titulado Impulso de la transición ecológica justa y mejora de la calidad medioambiental, la medida número 30 propone Blindar el uso, gestión e interés público del agua. Se trata pues, de averiguar el significado de la propuesta, de apariencia arcana, y el primero de los velos lo ha destapado la vicepresidenta. Es de esperar que vengan más.
La valoración del agua ha experimentado muchos cambios a lo largo de la historia. 70 años atrás, cuando se planeó el trasvase del río Ter a Barcelona, se discutía su viabilidad económica pues no se apreciaba rentabilidad en destinar tanta agua a usos domésticos, considerados menos rentables que los energéticos y, por extensión, los industriales. La agricultura, en un país pobre y desnutrido, era asunto político para fijar la población en el campo y mejorar su renta.
Ahora bien, los humanos disponemos de herramientas poderosas: la capacidad de comunicación y negociación, que permiten establecer pactos orientados al beneficio mutuo. Nada impide que estos pactos sean a largo plazo, es decir, orientados a la sostenibilidad planificada. A lo mejor, después de varios batacazos, aprendemos.