Desde los orígenes de la humanidad, la tecnología ha ido evolucionando con nosotros. A lo largo de los siglos, hemos sido capaces de ir adquiriendo conocimientos técnicos que nos han permitido diseñar y crear bienes y servicios con el propósito de adaptarnos al medioambiente y satisfacer nuestras necesidades esenciales.
Es precisamente la tecnología la que nos ha distinguido como homo sapiens del resto de homínidos, aunando esfuerzos en la investigación de procesos y el desarrollo de sistemas que nos permitieran encontrar soluciones a los retos que las diferentes civilizaciones nos hemos ido encontrando desde hace decenas de miles de años.
Y tratándose de un elemento vital para nuestra existencia, es evidente que el agua no podía permanecer ajena a este I+D histórico.
El agua y la tecnología siempre han ido de la mano, e incluso algunas de las tecnologías que se empleaban antaño siguen vigentes en la actualidad. Como simple ejemplo, hace más de 2.000 años los romanos empleaban un sistema de filtración de agua mediante arenas; sistema que, convenientemente ampliado y mejorado, aún empleamos en el proceso de potabilización actual.
Y así, otras muchas: sistemas que eran capaces de medir periodos de tiempo, emparrillados para atrapar las nieblas y obtener recurso líquido, mecanismos que aprovechaban las corrientes de agua para mover molinos y norias… Tecnologías ancestrales enfocadas a propósitos específicos de acceso al agua o para satisfacer necesidades concretas, muchas de las cuales propias de la sociedad industrial que nació en el siglo XIX y se desarrolló a lo largo del siglo XX.
La llegada del siglo XXI ha traído consigo el nacimiento de una nueva sociedad: la sociedad digital. Y con ella la aparición de nuevos retos que requieren de nuevas tecnologías que permitan encajar un recurso tan indispensable como es el agua con las necesidades y estructuras tanto de nueva generación como las anteriores que todavía se mantienen.
Así pues, estas nuevas tecnologías no deben estar únicamente enfocadas al diseño y creación de bienes y servicios que nos faciliten la adaptación al medioambiente, o que nos permitan satisfacer necesidades esenciales… es imprescindible ir más allá.
Teniendo en cuenta que el siglo XXI se caracteriza por el acceso a la información y a los datos, los esfuerzos e inversiones en I+D deben tomar una nueva dirección: el desarrollo de tecnologías disruptivas enfocadas a la gestión del recurso, lo cual se antoja indispensable ante un recurso como el agua y ante unas condiciones ambientales que se están modificando a pasos agigantados.
Relacionado con esta sociedad digital, en los últimos años se ha extendido el concepto de Big Data: el acceso y recopilación de datos e información que tanto personas como máquinas generan por el simple hecho de actuar e interactuar.
Pero del mismo modo en el que la potencia sin control no sirve de nada, la sobresaturación de datos anónimos y no estructurados resulta totalmente ineficiente y en algunos casos hasta perjudicial.
Por esta misma razón, el Big Data no tiene sentido si detrás no existen tecnologías que permitan hacer un uso inteligente de esos datos, y es aquí donde entran en juego lo que se conoce como Smart Data o Data Lake, en el que el concepto simple de base de datos se transforma en el concepto complejo de ecosistema analítico.
De este modo, lo que debe marcar las tecnologías que se desarrollen de ahora en adelante es precisamente qué se va a hacer con estos datos y para qué van a ser empleados, lo cual abre un enorme abanico de posibilidades para el sector del agua a todos los niveles: producción, distribución, gestión, prevención de riesgos, etc., e incluso, por qué no, avanzar hacia una economía colaborativa.
Y serán precisamente aquellas entidades que sean capaces de desarrollar e integrar en sus procesos estas tecnologías SMART las que marquen los tiempos y se conviertan en referentes en un futuro que está a la vuelta de la esquina.