La crisis hídrica por la que estamos atravesando ha hecho mella en algunos sectores agrarios. Según los casos, las manifestaciones se han producido en torno a la tradicional falta de garantía de los secanos, algunos de los cuales habrán visto sensiblemente mermada la cosecha, al abuso de reservas estratégicas como Doñana, al coste de garantía del agua o de los recursos alternativos en el sudeste español, o de la supervivencia de los árboles en los numerosos riegos a manta que subsisten en algunas zonas.
Nuestra agricultura es diversa en culturas productivas y adaptaciones tecnológicas. Y aunque la dependencia del agua es general, la relación con ella depende de su disponibilidad y de las circunstancias históricas locales.
En Catalunya ha sido noticia la falta de agua en los canales de Urgell y Segarra Garrigues, en la mayor superficie agraria de la comunidad. Ello ha puesto de manifiesto ineficiencias históricas de nuestros regadíos, la mitad de los cuales son por inundación, igual que 160 años atrás.
Los debates sobre la planificación hidráulica han considerado este factor desde dos puntos de vista: en primer lugar, la crisis de producción motivada por la ausencia de agua y en segundo, por la necesidad de aportar nuevos recursos procedentes de la desalación y la regeneración de aguas residuales depuradas para asegurar la disponibilidad de agua urbana y en algunas zonas agrarias.
El tratamiento político de la crisis hídrica ha sido desigual: por una parte, se ha señalado el uso excesivo de agua por parte de algunos municipios debido a las pérdidas en redes o al elevado consumo de algunos usuarios. Por otra parte, se han planeado generosas ayudas a la producción agraria, ya sea en forma de inversiones, ya en forma de ayudas puntuales a la falta de producción. Se ha omitido que los grandes regadíos a manta ni tan solo saben el agua que gastan, puesto que las comunidades de regantes asignan el agua en base a hectáreas o a tiempo de riego, pues en muchos casos no disponen de contadores. En esas condiciones estamos lejos de saber el agua que pierden y de aplicar simplemente el agua necesaria para asegurar la producción con un uso eficiente del recurso.
La evidencia indica que en esos casos el agua se ha considerado un factor productivo de derecho sin repercusión sensible en los escandallos de coste. El agua, como el sol o el aire, en esos lugares, se ha dado por supuesta. Si bien la producción de alimentos es de gran valor, el carácter estratégico del agua no se ha traducido en la necesidad de su uso eficiente.
El relato tradicional del sector se ha basado en defender el carácter estratégico de la producción de alimentos y la aproximación a la suficiencia alimentaria como objetivo de país. Ahora bien, en el marco comunitario, ese fue el objetivo históricos de la PAC, la autosuficiencia alimentaria de la Europa de postguerra. Se creó en 1962 para que las personas pudieran disponer de alimento a precios razonables y para que los agricultores pudieran ganarse la vida de forma justa.
Ese objetivo se financió con el 50% del presupuesto comunitario hasta que las nuevas realidades mostraron la necesidad de reducirlo y diversificarlo para afrontar realidades derivadas de la actividad agraria y su evolución previsible. Nuestra actividad exportadora —es decir, la superación del objetivo de autosuficiencia alimentaria— es anterior a la entrada de España en la Comunidad Europea y sed mantuvo a pesar de la hostilidad que mostraron los agricultores franceses. Ya en esa época La Trinca popularizó “La guerra de l’enciam”[1] con música militar y en medio de un regocijo general:
Portem l'enciam a Amsterdam, portem el raïm a Berlín, portem pomes a Liverpool, portem albercocs a Estambul, i quan arribem a Estocolm per acabar-ho d'arrodonir descarregarem els pebrots i ens en tornarem cap aquí.
Hoy, la PAC cuenta con un tercio del presupuesto comunitario que se orienta a los 10 objetivos siguientes:
- Garantizar unos ingresos justos a los agricultores.
- Augmentar la competitividad.
- Mejorar la posición de los agricultores en la cadena alimentaria.
- Acción para el cambio climático.
- Preservación del medio ambiente.
- Preservar los paisajes y la biodiversidad.
- Dar soporte a la renovación generacional.
- Zonas rurales vibrantes.
- Proteger la calidad de los alimentos y la salud.
- Fomento del conocimiento y la innovación.
En ese contexto, y ante la evidencia de que el agua es un recurso escaso, correspondería el análisis económico de ese factor productivo, pues hay evidencias de que, más allá del relato histórico de la suficiencia alimentaria, nuestra producción agraria está intensamente internacionalizada y su pervivencia no puede fundamentarse en la ausencia de consideraciones económicas sobre el factor productivo agua. El agua es un activo público que debe administrarse con unidad de criterio, ya sea en las asignaciones, en el coste y su traslado a los usuarios, o bien en la repercusión ambiental de su uso.
Así pues, la mirada sobre los usos del agua en la agricultura no puede depender exclusivamente de la práctica y los intereses del sector, sino que debe enmarcarse en el contexto de la política agraria y la política hidráulica general. En el bien entendido de que no se trata de limitar la producción de alimentos ni su relación con el mercado, sino de asegurar que esa producción está soportada por una retaguardia eficiente en el uso de los recursos públicos que se le asignan y de una responsabilidad del sector en cuanto a su uso y las consecuencias que de él se derivan.
[1] La guerra de la lechuga. Llevamos lechugas a Amsterdam, uvas, a Berlín, manzanas a Liverpool, albaricoques a Estambul y, cuando lleguemos a Estocolmo, descargaremos pimientos y regresaremos.